En política, pactar no debería ser una rareza

El pasado viernes, los equipos de gobierno de los ayuntamientos de Tarragona y Reus consiguieron aprovar sus presupuestos. Los primeros, con el alcalde Rubén Viñuales a la cabeza, obteniendo el apoyo de Junts y ECP, tras arduas negociaciones. Los segundos, liderados por Sandra Guaita, en solitario y con toda la oposición en contra. A finales de octubre, Salou también aprobó sin apoyos sus cuentas para 2025: únicamente con los votos de los socios de gobierno. Y, el pasado jueves, el PP las impugnó.

Pactar presupuestos municipales con adversarios políticos es, a todas luces, o bien una misión imposible, o bien una auténtica rareza. De hecho, en Tarragona es la primera vez desde 2009 que un ayuntamiento consigue renovar sus cuentas dos años seguidos «en tiempo y forma»: antes del 1 de enero. El escenario se repite en otros municipios, en el Parlament de Catalunya y en el Congreso de los Diputados. También en Bruselas, donde el proceso de formación de la nueva Comisión Europea está encallado y ha degenerado en una pelea política: el PP –con el apoyo de los populares europeos– veta la designación de vicepresidenta Teresa Ribera como número dos de la Comisión, y los socialdemócratas, en represalia, amenazan con no votar a los candidatos conservadores.

El patrón de crispación y falta de acuerdo parece repetirse en todas las instituciones: sólo puede hacerse lo que diga el líder; se vota ciegamente lo que manden las siglas; se veta automáticamente cualquier propuesta que venga del adversario; se actúa pensando en el share televisivo y en el voto fácil, más que en el bien común; ni hablar se puede con el que no piensa igual... Pero la Unión Europea no se fundó sobre eso.

La Transición –con sus defectos– no se produjo gracias a estos métodos. Fue más bien al contrario: con diálogo, con pactos, con negociación... Y, sí, también con acuerdos de mínimos o aceptando el mal menor. ¿Dónde quedó aquello de «no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo», que se atribuye erróneamente a Voltaire? ¿Dónde está esa política, que es «el arte de lo posible», como decían Aristóteles, Maquiavelo, Bismarck o Churchill? Necesitamos representantes públicos que hagan política en mayúsculas, y no dejen que el pacto sea una excepción.

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