El diálogo, una necesidad

Las dificultades que entraña el momento histórico que estamos viviendo, azuzadas por un año de guerra en Ucrania, una inflación desbocada, el aumento de los tipos de interés y el consecuente encarecimiento de las hipotecas, la inminente reforma de las pensiones comprometida con le UE y otros asuntos no menores exigirían un diálogo normalizado e incluso cierta colaboración entre el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición.

La disparidad de criterios en algunos de estos temas no justifica su incomunicación. Es más, hace particularmente necesario el diálogo en busca de puntos de encuentro o, al menos, de un intercambio civilizado de puntos de vista dispares, pero legítimos, en lugar de limitar sus relaciones al intercambio de invectivas de grueso calibre desde diversas tribunas. Esto sería no solo lo deseable, sino también lo normal y lo esperable en una democracia consolidada.

El problema es que la lógica escalada de tensión entre las distintas formaciones en periodos preelectorales, en los que la disputa por el voto exacerba tradicionalmente las diferencias y fomenta las disputas encarnizadas, se ha cronificado desde hace años hasta crear un clima irrespirable. La aparición de nuevos partidos en los dos extremos del arco parlamentario ha consolidado unas trincheras ideológicas en las que se demoniza al rival del otro bando, tenderle la mano se confunde con una renuncia a los principios y pactar con él con una traición.

Ello coarta cualquier conato de entendimiento por temor a que sea interpretado como un muestra de debilidad. Pero es necesario acabar con ese estado de cosas que daña la convivencia y socava el prestigio de las instituciones. La confrontación de opiniones es una de las señas de identidad de una democracia, como lo es el diálogo. La sociedad debe exigir a sus representantes altura de miras para anteponer el bienestar de una ciudadanía que lo está pasando mal a sus intereses personales y partidistas.

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