Dimisiones obligadas

No es este un país acostumbrado a que sus cargos públicos conjuguen el presente de indicativo del verbo dimitir. Mucho menos, en primera persona. Y, sin embargo, una chapuza tan clamorosa como el encargo de 31 trenes de cercanías para Cantabria y Asturias que no caben por los túneles por los que deben circular exigía la depuración de responsabilidades políticas de primer nivel.

El escándalo ha sido mayúsculo. Más, si cabe, al trascender que también se encargaron posteriormente locomotoras con las mismas medidas. La consecuencia de este grave error es un importante despilfarro de dinero y un notorio retraso en la llegada de los anhelados trenes, que en parte ha sido compensado con el anuncio de que los usuarios de estas rutas viajarán gratis hasta que los nuevos convoyes entren en servicio.

Negligencias de este calibre cometidas con el erario público no se deben ni pueden admitir. Así lo ha entendido el Gobierno al forzar la renuncia del presidente de Renfe, Isaías Táboas, y de la secretaria de Estado de Infraestructuras, Isabel Pardo de Vera, la máxima responsable de Adif cuando fue licitado el contrato.

Ambas dimisiones resultaban obligadas tras un fiasco de esa magnitud, sin justificación alguna y que no podía zanjarse, como quizás fuera el propósito inicial, con la destitución de dos cargos de menor entidad. Es, por tanto, una noticia esperanzadora que los responsables de manejar los intereses públicos rindan cuentas por su labor.

Claro que todavía estamos muy lejos de que situaciones de este tipo entren a formar parte de la normalidad. Y no será porque no abundan las chapuzas en este país. Sin ir más lejos, en Tarragona aún está el gran agujero negro –en todos los sentidos– en que se ha convertido el que debía ser párking inteligente de Jaume I, presupuestado en 3,9 millones de euros y que ya se ha tragado más de 40 millones de los ciudadanos de Tarragona.

Y todavía nadie ha pagado ni presentado su dimisión.

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