'Crisis', la palabra maldita
Últimamente en los Parlamentos sólo se habla de los intereses partidistas de unos pocos
Hoy día, «crisis» es la palabra más en boga en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Desde las altas instancias del país hasta el mísero mendigo que se cobija en un angosto cubil o bajo un puente, todos hablan de crisis.
Pero ¿qué ocurre a nuestro alrededor?: carreteras colapsadas por miles de automóviles que huyen de las ciudades para gozar de un puente festivo en lugares de recreo; campos de fútbol abarrotados de gente para presenciar algún encuentro destacado; miles de aficionados acompañando a su equipo en viajes al extranjero; conciertos de música moderna con las entradas agotadas con tres meses de antelación; circuitos automovilísticos, aeropuertos, restaurantes, discotecas, estaciones de esquí, playas…, todo lleno a rebosar. No es la estampa de un país paupérrimo, sino la imagen de una sociedad opulenta y feliz. ¿Dónde está la crisis? ¿Es ése el retrato de un país donde el cuarenta por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza y no puede llegar a fin de mes? ¿De dónde sale, pues, el dinero para tanto derroche y ostentación de riqueza? ¿Puede alguien explicarlo de una manera razonable y convincente?
Hace setenta y cinco años sí que había crisis, se pasaba mucha hambre, y la máxima ilusión consistía en comer. La gente no se aburría, porque al no poder llenar regularmente la panza, ponía todo su empeño en ganar dinero para procurarse comida, mientras los ricos se sentían felices y se consideraban muy altos en comparación con la miseria que les rodeaba. Estamos evocando el tiempo del estraperlo y las cartillas de racionamiento, cuando una torta costaba un pan. En los pueblos pequeños escaseaba el dinero y resurgió la economía primitiva del trueque: tú me das pescado y yo te doy garbanzos, pero desgraciado el que no tenía nada para trocar. Sin embargo, no había entonces cinco millones de parados porque todo el mundo tenía trabajo para reconstruir los terribles destrozos causados por la guerra civil, sobre todo en las ciudades, aparte del millón de muertos que provocaron las ambiciones de unos y de otros. Y ya sabemos que en este tipo de orgías sangrientas, siempre es el pueblo el que paga la factura. Sabemos también que para romper una tinaja es preciso que la tinaja esté entera. Nuestra tinaja nacional se rompió cuando, antes de la denominada Cruzada, la tinaja estaba intacta. Se recompuso la tinaja a base de muchos sudores y de muchas lágrimas. Pero ¡ojo!, no parece sino que algunos estén maquinando para que la tinaja vuelva a romperse.
Los capitostes romanos habían inventado el «panem et circus» para aplacar las iras de los famélicos. En tiempos de Franco, cuando se intuía el más mínimo alboroto público se organizaba rápidamente un partido de fútbol entre el Real Madrid y otro equipo cualquiera, de modo que los ciudadanos se quedaban en casa con el oído pegado al receptor de radio o con la vista puesta en la pantalla de la incipiente televisión. Con ello se sofocaba el tumulto. Don Quijote necesitaba inventar enemigos bellacos y malandrines para tener la satisfacción de defender contra ellos alguna causa justa, tanto si eran galeotes, gigantes, princesas o hermosas Dulcineas. Y los gobiernos de España en las últimas cuatro décadas han tenido que inventar festejos y más festejos para contener las oleadas de jóvenes que reclaman el trabajo y el futuro que les han sido escamoteados por la incompetencia de quienes manejaban las riendas del país. Pero no es tarea fácil la de divertir al público moderno, mimado niño grande, a quien son familiares las sensaciones más diversas de que puede gozar el hombre en este planeta, y al que todo le sabe a manjar ya gustado, incluidas las drogas y el sexo. Por eso los ingenios que fabrican quimeras y fantasías para distracción de nuestros jóvenes necesitan requemarse cada día las meninges en busca de algo nunca visto ni saboreado.
Y ante la esterilidad inventiva de los cerebros piramidales responsables de la cuestión, han sido los propios jóvenes los que han inventado los saraos multitudinarios con música semejante al tam-tam, o las veladas del «botellón» que dejan la vía pública hecha un estercolero. Pero no cabe pensar que el estercolero es un lugar noble y bello aunque de vez en cuando brote en él espontáneamente una flor, como no debe olvidarse la verdad de la ingente miseria cultural en estos tiempos de tan graves miserias espirituales. Lamentablemente, ya hace años que España ostenta en su frente el estigma de ser colista en el rendimiento escolar de toda Europa, aunque sea líder en cosas que se hacen pegando patadas a un balón de cuero. ¿Tendrá todo esto algo que ver con la supresión en las aulas de las disciplinas morales? Si a los niños y adolescentes no se les enseña a distinguir entre el bien y el mal, apaga y vámonos. Pero de eso no se habla en nuestros Parlamentos; últimamente allí se habla de si son galgos o si son podencos, y de otras cosas que sólo atañen a los intereses partidistas de unos pocos.
Comprendemos que el gobernante de cualquier partido, por muy honrado y eficiente que sea en su función, es a fin de cuentas un ser humano dotado de imperfecciones y susceptible de cometer errores (errare humanum est). De otro modo sería un dios (con minúscula), y los dioses no habitan en este planeta, si es que habitan en alguna parte. También el político que se halla en la oposición criticando por sistema todo cuanto hace el gobernante, es otro ser humano tan imperfecto como el que gobierna; de lo contrario sería otro falso dios sin ninguna credibilidad. Queremos hombres, no dioses, en los puestos de mando, porque únicamente se endiosan los dictadores y los tiranos, y de ellos está llena la historia perpetua de España y de la humanidad.
La pugna del mundo de hoy no es entre capitalistas y marxistas, ni entre conservadores y progresistas, ni entre salvajes y civilizados, sino entre parásitos y cultivadores, entre charlatanes y trabajadores; es decir, entre quienes sienten verdadero amor al prójimo, al trabajo y a la convivencia fraternal sustentada en una ética decente, y aquellos otros convencidos de que la vida empieza y acaba propiamente en ellos mismos. Para mayor sarcasmo, estos últimos son los que más se llenan la boca con las palabras democracia y libertad y los que menos conocen el significado de una y de otra.