Alianza en transformación
La cumbre de la OTAN en Madrid ha tenido lugar en un momento crítico en la historia de esta alianza política y militar. En muy poco tiempo ha demostrado que sigue viva, desdiciendo a los que la consideraban una institución obsoleta, anclada en los esquemas de la Guerra Fría. Nadie con dos dedos de frente duda ahora de la utilidad de una organización capaz de ofrecer una garantía completa de seguridad a sus miembros ante la invasión rusa de Ucrania. También, de atraer a nuevos países europeos como Suecia o Finlandia, que en estos meses de conflicto han decidido tirar por la borda su tradición de neutralidad e ingresar a toda velocidad en la asociación de democracias atlánticas.
La gran pregunta estratégica que se hace estos días la OTAN es si existe alguna manera de equilibrar el enorme peso de Estados Unidos –al menos mientras no vuelva el ‘trumpismo’– con una mayor implicación europea en la defensa común. Washington prefiere gestionar sus responsabilidades globales como primera potencia militar a través de coaliciones ‘ad hoc’. Caso por caso reúne a distintos aliados, a los que lidera con agilidad y sin ataduras institucionales. Además, su prioridad ya no es Rusia, sino la contención y la cooperación con China, su gran rival; una tarea en la que le gustaría involucrar a los europeos. Para ello son necesarias nuevas iniciativas, así como reformar las instituciones que nos unen.
Ante la crisis de Ucrania, la coordinación más eficaz se ha establecido través de una relación directa de la Casa Blanca con los gobiernos de Alemania, Francia y Reino Unido. La agresión rusa ha hecho que los ejecutivos europeos despierten de un largo período de ensimismamiento y ensoñación pacifista. El caso alemán, con el anuncio de un giro histórico en sus prioridades de gasto a los tres días de la invasión, es la mejor ilustración de que entramos en un tiempo nuevo. Pero está casi todo por hacer y seguimos sin tener capacidades en el terreno de la seguridad y la defensa al margen de la OTAN. Muchos países continentales, empezando por España, no destinan recursos suficientes para cofinanciar la solidaridad militar atlántica.
En las instituciones de la Unión se utiliza como un mantra salvífico el concepto de «autonomía estratégica europea». Fue acuñado durante la pandemia al comprobarse todos los desperfectos de una globalización que ya no responde a reglas occidentales. Pero este legítimo reclamo de autonomía en el fondo debería llevar a preguntarnos qué ofrecemos los europeos a nuestros aliados internacionales y enumerar con realismo lo que podemos hacer para que sigan contando con nosotros.