El consumo de contenidos
Creo que la proliferación de contenidos ha modificado nuestras costumbres, pero también está cambiando actitudes profundas
Estamos conectados a las pantallas continuamente. Ya nos hemos habituado a depender de ellas, tanto de la televisión como del móvil. Respondemos a los mensajes de forma casi instantánea y cuando los mandamos esperamos la misma inmediatez. Y vemos series, películas, fotos y cortos en redes sociales e incluso, de vez en cuando, vamos al cine. Consumimos muchos contenidos diferentes o más bien los tragamos. Estar desconectados requiere un gran esfuerzo y nos sentimos desnudos si olvidamos o perdemos el móvil.
Ese cambio tan radical en nuestras vidas se ha producido en muy poco tiempo... antes era la televisión a la que estábamos apegados pero el resto del día no teníamos esa necesidad frenética de conexión a los dispositivos móviles. Si se preguntasen cuánto tiempo estaban pendientes como hoy de ver, mirar y consultar una pantalla hace quince años, se sorprenderían; yo lo he hecho y en ese tiempo he multiplicado por veinte el tiempo de su utilización. Y, me pregunto, ¿ese cambio de comportamiento ha modificado también mis actitudes vitales?
Recuerden que el cambiar actitudes es lo más difícil de conseguir. Saben que cambiar a otro en convivencia es casi imposible: lo que tienes al principio se parece enormemente a lo que tienes al final. Cambiamos mucho físicamente, de gustos siguiendo tendencias y modas, pero las actitudes vitales son casi siempre las mismas. Creo que la proliferación de contenidos ha modificado nuestras costumbres, pero también está cambiando actitudes profundas.
En primer lugar, ha afectado el funcionamiento de nuestro cerebro receptor. Hemos tenido que aumentar la cantidad de neuronas a la recepción de impactos de gran calado emocional. Podemos ver concursos en que nos implicamos para adivinar las respuestas y, al final, lloramos de alegría si los concursantes ganan. Podemos ver programas de retos imposibles donde famosos cocinan, pasan por la cuerda floja o hacen apneas interminables y lo sentimos en el alma. Podemos ver tres temporadas de una serie con ocho capítulos cada una en una semana, es decir, más de 24 horas viendo una misma historia. Y así podría seguir un buen rato.
Por lo tanto, eso debe tener consecuencias fisiológicas que alteran nuestro anterior equilibrio. Estar sometidos continuamente a contenidos que nos distraen e incluso nos interesan es casi una nueva profesión para nosotros: ¡la de veedores!
Pero añadan a eso las redes sociales con sus fotos y videos que vemos durante largos ratos, nuestras conversaciones por WhatsApp y los juegos que enganchan (ahora estoy pintando mandalas sin parar) y se percatarán que nuestro cerebro ha tenido que adaptarse a ese fluir constante de nuevas informaciones y sensaciones.
Escribí hace un tiempo en esta columna que «todo lo que entra se queda» abundando en la idea que los contenidos que consumimos tienen una importancia en nuestro comportamiento. Si consumimos basura, tenemos más capacidad de aceptación de la porquería y, a la vez, si consumimos pureza o alegría nos mejorará la capacidad de elevarnos emocionalmente y quizás incluso espiritualmente. La aceptación de la violencia más dura que provocan las películas y series policíacas cruentas hace que creamos que estamos rodeados de paranoicos y que la gente es naturalmente mala.
Otra consecuencia de la proliferación de contenidos es que en cualquier conversación surge la frase: ¿has visto la serie...? Hemos convertido nuestra sumisión a los contenidos en material recomendable. Pero eso nos llena de angustia porque pensamos que nos estamos perdiendo algo todos los días y que es preciso que veamos más y más para estar a la altura de los demás. La ansiedad por estar al día se parece a lo que pasaba con la meteorología o las crisis que eran tema de inicio de conversaciones casuales: hoy son muy a menudo los contenidos.
Pero todo eso tiene una consecuencia palpable que percibo con claridad en mis alumnos de la universidad de Navarra o del IESE, están mucho más informados, mucho más cercanos a ser absolutamente cosmopolitas, a perder el miedo de viajar y conocer o vivir en otros países y culturas que ya conocen porque parece que ya hayan estado allí. Y ese conocimiento de lo que pasa en Honduras o Paraguay, en Malasia o Myanmar, en Ghana o en Namibia nos hace mucho más libres, al igual que el conocer lo que piensan y sienten los balineses nos acerca a un mundo de espiritualidad natural sorprendente.
Los contenidos no nos matarán, pero están configurando nuestra forma de ser y ver el mundo que, como siempre, tiene una parte buena y otra no tanto. Solo un pequeño consejo: consuman mucho de lo bueno y muy poco de lo malo. ¡Eso les hará mejores con poco esfuerzo!
Xavier Oliver es profesor de IESE Business School