‘No digas nada’, víctimas del terror y el compromiso
La serie muestra que el acuerdo político que formalmente resuelve un conflicto entre comunidades es solo el inicio de un largo, complejo y caprichoso proceso de reconciliación
La serie muestra que el acuerdo político que formalmente resuelve un conflicto entre comunidades es solo el inicio de un largo, complejo y caprichoso proceso de reconciliación
La serie No digas nada (Disney+) cuenta cómo se desarrolla y termina el último episodio de la guerra civil entre irlandeses y británicos que, entre 1969 y 1998, causó 3.600 muertes en Irlanda del Norte, país un poco mayor que Lleida provincia y población como la de Barcelona capital. El eufemismo con el que aún hoy se nombra a ese período es The Troubles (Los Problemas), una pista clara sobre el carácter del conflicto y sus protagonistas que explica el título de esta producción de Joshua Zetumer para FX. La serie —excelente, imperdible— se basa en el libro del mismo título —excelente, imperdible— que firma el periodista de investigación norteamericano Patrick Radden Keefe, referente de la literatura de no ficción, para Periscopi, en catalán, y Reservoir Books, en español.
No digas nada lo protagonizan cinco nombres. Jean McConville, una viuda de 38 años asesinada por la banda terrorista IRA, que la secuestró en Belfast en 1972 ante sus 10 hijos, acusada, sin pruebas, de delatora. Dolours y Marian Price, las hermanas pacifistas que se convierten en terroristas despiadadas del IRA. Brendan Hughes, mítico y cruel jefe militar del IRA en Belfast. Finalmente, el escurridizo Gerry Adams, que pasa de comandante del IRA en Irlanda del Norte a preso y a promotor de la vía política para resolver el conflicto al frente del Sinn Féin, el partido independentista y socialista hoy mayoritario en ambos lados de la isla.
El fondo de la historia es el irresuelto caso McConville —su cadáver apareció accidentalmente en una playa en 2003. La serie dramatiza y simplifica el reportaje de Keefe, claro, que narra de manera imparcial y esmerada esta horrible historia. La producción televisiva pierde contexto y matices, pero sirve para hacerse cargo del fenómeno terrorista y de las familias y la sociedad que lo amparan; del sectarismo de los políticos protestantes norirlandeses, de su policía y de sus paramilitares; de los implacables gobierno y ejército británicos. Así crece No digas nada.
Hay un último giro de guión que no aparece en el libro ni en la serie: todos los que durante los Troubles jugaban al mal serán quienes harán posibles los Acuerdos de Paz de 1998, con Gerry Adams como eje. Para saber cómo acaba, vea el estupendo drama de Nick Hamm y Colin Bateman El Viaje (The Journey, 2016), el relato ficticio de una historia real: cómo dos enemigos acérrimos Ian Paisley, el pastor protestante unionista, y Martin McGuinness, el líder republicano del Sinn Féin, formaron una alianza política improbable para resolver el contencioso que describe No digas nada.
Gerry Adams surge como un personaje increíble. Siempre ha negado su pertenencia al IRA, una ficción que le ha servido a él para protegerse de la policía y de los jueces, y a sus interlocutores unionistas y británicos como excusa para sentarse juntos durante el proceso de paz. Adams sabía cómo engatusar a los republicanos duros, como las hermanas Price o Brendan Adams. En 1995, en un mitin del Sinn Féin, un hombre le grita «¡Devolvednos el IRA!» y Adams responde sonriendo: «Nunca se fue ¿sabes?».
Uno de los momentazos del libro se refiere a esta parte de la historia. Un jefe contraterrorista británico afirma que eran conscientes que el conflicto no se resolvería a tiros, sino en la mesa de negociación, de manera que necesitaban moldear a sus interlocutores para negociar la paz cuando llegara el momento. Escueto. Contundente. El sobreentendido es que la prisión de Adams sirvió para fabricar un interlocutor. Quién sabe si en otros países no lejanos ha ocurrido lo mismo. Para hacerse una idea vaga de la situación, hay que recordar que al inicio del conflicto, la política del gobierno británico era mantener “un nivel aceptable de violencia”.
Adams tenía autoridad dentro del IRA y, por tanto, credibilidad entre sus adversarios como actor capaz de cambiar la dinámica armada por el compromiso político. Esta combinación le permitió —se retiró en 2020— incorporarse a la lista mundial de líderes defectuosos que han sido determinantes para alcanzar acuerdos de paz trascendentales. En el transcurso de la negociación, sin embargo, hay perdedores: los muertos, que no pueden defenderse, como Jean McConville. Las víctimas quedan en el aire como un problema sin resolver en la pizarra de un aula llena de alumnos avergonzados y silenciosos.
La serie no acaba de dibujar bien el conflicto porque opta por enfocarse en las crisis personales de los protagonistas. Keefe lo describe como el penúltimo conflicto colonial, una guerra entre el IRA provisional (los Provos, mayoritariamente católicos), que quería la unificación del Norte y la República, y los defensores del statu quo, una mezcla de paramilitares protestantes, policía y ejército británicos. Se mataban y morían en tiroteos, disturbios y atentados, en venganzas internas, en huelgas de hambre en las prisiones, en ataques a cuarteles y patrullas o mientras hacían vida en Belfast o [London]Derry. Veinticinco años de guerra civil, continua y total, de baja intensidad —si eso existe—, la manifestación más salvaje de la discordia centenaria entre los irlandeses y sus ocupantes británicos, dueños y señores de vidas y haciendas durante los últimos 500 años.
Leer o releer ahora el libro de Keefe es oportunísimo. También porque se pueden encontrar algunas chispas que iluminan la cosa nostra. Como cuando explica la actitud de las familias republicanas: “[Parecía que] 'la derrota les convenía más que la victoria', según un historiador, 'pues tenían la idea de que el republicanismo irlandés prosperaba en la opresión y el aislamiento exclusivo que comportaba”. O cuando describe los debates sobre el conflicto armado entre republicanos y unionistas como un intercambio infinito de reproches. Todo eso, y otros detalles, suena familiar, mutatis mutandis, claro.
No digas nada es una serie fenomenal, con una documentación formidable, ritmo de noir escandinavo, con cambios de rasante, curvas y sorpresas. Un reportaje disfrazado de true crime que explica cómo se hace terrorista la gente normal. Muestra como la violencia política desfigura a la sociedad y la somete a la culpa, la tristeza y la ruptura, incluso años después de que se acabe. Sirve para examinar el precio de la paz y el beneficio de la política, que quizá libera pueblos y estados pero no acaba de redimir a los contendientes ni a las víctimas. La serie te deja como si te hubieran dado una paliza. Si no te dejas intimidar, sin embargo, te darás cuenta de que No digas nada muestra que el acuerdo político que resuelve formalmente un conflicto entre comunidades es sólo el inicio de un largo, problemático y caprichoso proceso de conciliación.