La virtud de lo breve
Crónica de libros inesperados
Género algo denostado por la mayoría de las editoriales por su bajo rendimiento comercial, el cuento necesita de editoriales con una vocación de fondo y unos intereses a largo plazo que no coincidan necesariamente con los de un mercado que se caracteriza, sobre todo, por quemar la novedad a un ritmo vertiginoso. Prueba de esto es que los libros cada vez aguantan menos tiempo en las abarrotadas mesas de novedades. Entiendo por editorial con vocación de fondo aquella que publica títulos que tratan de trascender la inmediatez de nuestro día a día, y que basa la buena salud de su empresa en el medio y largo plazo, y no tanto en un impacto de venta inicial sin continuidad más allá de las primeras semanas de venta. Los de fondo son libros de largo aliento que encuentran su razón de ser en unas ventas sostenidas en el tiempo que aseguran a sus editores reimpresiones regulares. El negocio, pues, no está tanto en la sobreexplotación de la novedad como en la selección de unos títulos que sean capaces de sobreponerse a los intereses más caducos del mercado.
Edición castellana:
Título: Cosas pequeñas como esas
Autora: Claire Keegan
Editorial: Eterna Cadencia
Traductor: Jorge Fondebrider
Páginas: 96
Edición catalana:
Título: Coses petites com aquestes
Autora: Claire Keegan
Editorial: Minúscula
Traductores: Marta Hernández/ Zahara Méndez
Páginas: 152
Claire Keegan, una de las grandes voces de las letras irlandesas de las últimas décadas –y de todo el panorama literario inglés contemporáneo–, habita esa peligrosa zona gris que comentábamos antes, la que viene delimitada por la breve extensión a la que queda sujeto el género del cuento. Keegan se zafa de las reticencias del mercado para revelarse como una auténtica orfebre del género corto, lo demuestran así los cuentos de Antártida y los relatos largos, o novelas cortas, de Tres luces y Cosas pequeñas como esas, su obra más aclamada. Una historia que nos descubre el drama que se vivió en las Lavanderías de la Magdalena. Todavía hoy no se sabe con certeza cuántas niñas y mujeres fueron escondidas y obligadas a trabajar en estas instituciones. Administradas por la Iglesia católica y el Estado irlandés, las Lavanderías de la Magdalena se dedicaron a dar hospicio a las que fueron conocidas como «mujeres caídas», mujeres que por sus pecados habían quedado al margen de la sociedad. Todas ellas hallaron cobijo en estas instituciones a cambio de trabajar sin remuneración alguna y en unas condiciones miserables. Esta penitencia se alargaba durante meses, en el mejor de los casos; en el peor, durante años, o una vida entera.
La historia de Keegan es una ficción, pero podría hacer referencia a la vida de cualquiera de aquellas mujeres. En Cosas pequeñas como esas, Bill Furlong, abnegado padre de cinco niñas, enfrenta el peor invierno que se recuerda en mucho tiempo en New Ross, un pueblecito irlandés. Es la Navidad de 1985, y sobre sus hombros recae la responsabilidad de que todo el mundo pueda pasar unas fiestas a resguardo del frío. Bill Furlong es el encargado de proveer de madera y carbón a todo aquel que lo requiera. El trabajo se multiplica y los días parecen acortar sus horas. Uno de los encargos lo llevará al convento del pueblo, donde movido por la precipitación abrirá una puerta que hubiese sido mejor dejar cerrada. Lo que ve al otro lado abre las esclusas de su memoria, haciendo que aflore una vida que parecía olvidada. De este hecho se desprenderán esas pequeñas cosas a las que alude el título, esas pequeñas y no tan pequeñas decisiones que nos obligan a abandonar nuestro instinto de autopreservación para actuar con coraje y hacer lo correcto, sin importar las consecuencias.
Esta historia en las manos de cualquier otro escritor hubiera resultado en una novela de varios centenares de páginas; en las de Keegan, por el contrario, con un dominio magistral de la trama y de la tensión narrativa, da lugar a una historia que apenas alcanza el centenar. En esta aparente brevedad reside la grandeza de la autora irlandesa. Haciendo buena la teoría del iceberg de Hemingway–que dice que todo relato solo debe dejar aflorar una mínima parte de su historia, dejando que el lector interprete el resto– y con una ejecución perfecta de la máxima del «show, don’t tell», Keegan logra urdir una historia breve en extensión, pero de una profundidad insondable. El resultado final de todo este trabajo de orfebrería requiere de un lector necesariamente activo, capaz de alumbrar la verdadera historia que, como la gran masa de hielo que flota bajo el agua, siempre estuvo ahí, suspendida en el silencio de lo no dicho, de lo no escrito, esperando a un lector que le diera voz.