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En su obra inmediatamente anterior, La piedra de la locura (2021), Benjamin Labatut veía un atisbo del mundo contemporáneo en las palabras, balbuceantes, enloquecidas que el escritor de ciencia-ficción Philip K. Dick pronunció durante una charla en Metz en 1977, titulada “Si encuentra que este mundo es malo, debería ver algunos de los demás”. De igual modo que en obras como Valis o The Divine Invasion, K. Dick describía mundos paralelos, temporalidades rizomáticas, universos visionarios que se habían desatado en su escritura y en su propia vida después de una cirugía dental. La convicción firme de que esas realidades alternativas no eran menos sustantiva que aquella que vemos, desafiaba a la razón contemporánea desde la ficción.
Del otro lado, del lado de la ciencia, Labatut se había acercado, como un Werner Herzog de la física cuántica, a las quimeras de la ciencia a lo largo del siglo XX, a la frontera perversa entre los ensueños de la razón y los monstruos de la guerra y el totalitarismo. Como una sonata cuyos materiales tonales fuesen las vidas, laboriosas, caóticas, dramáticas de Fritz Haber, Alexander Grothendieck, Albert Einstein, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y Niehls Bohr, su prodigioso libro Un verdor terrible fundía en una lógica surgida de la escritura de Jorge Luis Borges, W. G. Sebald y Roberto Bolaño una visión del siglo XX permeada por la lucha del avance científico y el destello cegador de la bomba atómica.
Con Maniac, Labatut construye un políptico, tan complejo como fascinante, en torno a la figura del matemático húngaro John von Neumann (1903-1957), que sentó las bases de la computación y creó el primer computador moderno, desarrolló la teoría de los juegos y fue una de las piezas esenciales del proyecto Manhattan. “El ser humano más inteligente del siglo XX, un salto evolutivo”, lo denominaron algunos de sus colegas que desfilan por este libro, cuya vibración, como hubiese querido Italo Calvino, responde al titilar de la llama, pero cuya estructura interna aloja la lógica implacable del cristal, de una estructura fractal en la que, a través de las voces ficcionadas o las vidas reales e imaginadas de Klára Dan,Eugene Wigner, Nils Aall Barricelli, Richard Feynman o Marina von Neumann comparece el ruido y la furia del siglo XX pero también el reto del XXI, la carne, la inabarcable gama de luces y sombras de la mente humana que resisten frente a la quimera de una inteligencia artificial omnipresente, frente al horror de la soledad.
Lucrezia de’ Medici, quinta hija del gran duque Cosimo y de su esposa Eleonora, contrae matrimonio con el duque de Ferrara Alfonso II d’Este, cuando, tras fallecer inesperadamente su hermana Maria, debe sustituirla como su prometida. Ella tiene quince años y él veintisiete, y se ve obligada a abandonarlo todo para trasladarse a su corte. Justamente un año después, ella fallece.
Esta es la base histórica sobre la que Maggie O’Farrell construye su ficción, inspirada en el poema de Robert Browning, ‘Mi última duquesa’, y que recuerda a su obra anterior, ‘Hamnet’, en la que se trataba el fallecimiento del hijo de William Shakespeare. Pese a partir del mismo punto, la consecución varía. Mientras que en el relato sobre la familia del dramaturgo, O’Farrell arranca lágrimas y una profunda pena con su llenísima prosa (inolvidable la escena en la que la madre debe lavar y envolver el cadáver de su niño), en esta ocasión, lo que despierta son ganas de lucha, de réplica, ganas de cambiar la Historia y de creer que Lucrezia, con toda su fuerza, logrará burlar al fin la muerte. Fueron varias las teorías que rodearon el fallecimiento de Lucrezia de’ Medici, entre ellas, que su marido la había envenenado. Y esa es la que pesa en esta novela, que salta de un tiempo a otro para abarcar toda la vida de Lucrezia. Pero es justo al inicio, al final del primer párrafo, cuando el narrador expresa esa certeza en la propia duquesa: “de pronto, con una claridad particular, como si le pusieran un cristal de color ante los ojos, o tal vez se lo retiraran, a ella se le ocurre que tiene intención de matarla”. Todo lo que viene a continuación gira entorno a ese sentimiento, a reforzarlo o a desmentirlo.
En ese proceso interviene la magnífica manera que tiene la autora de construir sus personajes, complejos, con numerosas capas que se deben ir traspasando para llegar al corazón, a la verdad. En un principio, el personaje de Alfonso parece realmente interesado en cuidar de su joven esposa, pero la autora sabe qué detalles incluir (aunque sea un gesto como de ratón) para dejar espacio a la duda, que se irá resolviendo a medida que las páginas pasen.
Lucrezia queda representada como una chiquilla inteligente, creativa y fuerte. Resulta excepcional la manera en que la autora da solidez a su voz a través de un juego de contrastes entre lo que la duquesa piensa y lo que acaba expresando, como sucede con sus tavolas, cuando decide ocultar sus verdaderas obras de arte llenas de fantasía e intención bajo bodegones tradicionales y nada destacables. Lucrezia logra mantener vivo su fuego interior callando, mientras el lector se pasa el libro deseando que nadie sea capaz de apagarlo.
“Fortuna” de Hernán Díaz es un brillante rompecabezas literario que tiene el relato del capitalismo como base, tanto en su despliegue en forma de mito como en su cuestionamiento. La primera parte de la novela la compone otra novela ficticia titulada “Obligaciones” que narra la épica vida de Benjamin Rask, un inversor de bolsa de principios del siglo XX que fue una leyenda en los círculos financieros de Nueva York por su audacia e instinto en las inversiones más inesperadas como también por ser el único que salió indemne del crac del 29, sacando suculentos beneficios de aquella crisis. El relato de las andanzas financieras del enigmático personaje –esquivo ante la opinión pública de la época– se alterna con la fría y distante historia de amor que vivió junto a su mujer Helen Breevort, una sensibilidad artística que pondrá la enorme fortuna de su marido al servicio de múltiples acciones filantrópicas. Sin embargo, una enfermedad mental y su prematura muerte llenarán de tristeza y desazón a Rask, que siguió acumulando una ingente fortuna que, irónicamente, no le permitió conservar el bien más preciado de su vida. La argucia literaria que lleva a cabo Hernán Díaz se inicia con la segunda parte del libro donde encontramos un manuscrito inacabado –con capítulos esbozados o sin escribir– titulado “Mi vida” en la que un exitoso inversor de bolsa llamado Andrew Bevel trata de narrar su vida a imagen y semejanza de la de Benjamin Rask. Algunos pasajes son una mímesis o reescritura de las vivencias de Rask de forma que el relato de Bevel parece reproducir una cierta estereotipación tanto en el discurso como en las hazañas capitalistas, situando nuevamente el crac del 29 como el gran clímax de la narración. ¿Qué relato es el verdadero? El artefacto literario compuesto por Díaz da una última vuelta de tuerca en la tercera parte del libro cuando nos encontramos con “Recuerdos de unas memorias” de la escritora Ida Partenza en la que narra el encargo de terminar de escribir el libro de Bevel. La puesta en abismo llevada a cabo no solo es un relato del capitalismo sino también una reflexión sobre cómo se construye este relato.
El juego de espejos que plantea “Fortuna”, paradigmático del postmodernismo literario, enlaza, por un lado, con la tradición de aquellas ficciones –tanto literarias como audiovisuales– que personifican en determinados individuos al héroe de la mitología de Wall Street, capaz de dominar las azarosas leyes de la economía. Personajes que viven permanentemente en riesgo de que la diosa fortuna no favorezca el caprichoso fluir del dinero. El “self made man” que presenta la persecución de un beneficio individual como un trabajo para la riqueza colectiva de la nación norteamericana. Por otro lado, la novela revela los entresijos de la construcción de dicha mitología, cuestionando a través de la difuminación de las fronteras entre ficción y realidad la veracidad y moralidad de dichos relatos.
La última novelística es clara. La innovación técnica procede de las autoras catalanas que, procurando ser originales en el estilo, no riñen con la tradición. Irene Solà, Andrea Genovart, Irene Pujadas i Farré, Laura Fernández, Mercé Ibarz o la misma Imma Monsó son tan solo ejemplos de cómo conversar, aunque sea de forma salvaje, con nuestra historia literaria, al tener un amplio conocimiento de la misma. Su desenvoltura parte de ese reconocerse en lo escrito y del deseo de potenciar la escritura a favor de la imaginación. Así llega ‘La maestra y la bestia’, una novela excepcional sobre cómo primar el tiempo interno, lo que sucede en la intimidad frente al tiempo que experimentan los demás. No es una forma de individualizar un relato literario en el que ensalzar lo personal, la anécdota. Nunca fue de eso. El interés reside, como ocurre en esta novela, en recrear los espacios de la memoria en ausencia de cualquier recreo nostálgico. El énfasis estriba en la emoción y el sentimiento que definió una época y en cómo la recordamos.
Severina, la protagonista de la última novela de Monsó, es maestra y se muda, por aquello de la cuestión biográfica, a un pueblo de la Ribagorza. Allí conocerá a la Bestia, Simeón, que le hará cambiar de idea en lo que a forjar el carácter se refiere. Su encuentro con él, un viejo conocido del pueblo, hará que la pasión, la autosuficiencia y el deseo de vivir se despierten en Severina, y que comience a vivir el presente. El pasado, en cambio, resulta crucial a la hora comprender el periplo y la forma de actuar que la misma protagonista toma con los demás personajes de la novela, algo que termina por ser poco relevante. Porque es el descubrimiento de sí que hace Severina lo que se prefigura como una búsqueda para toda la vida y que le conducirá a los escenarios de sus recuerdos, algunos muy dolorosos, en ausencia de anhelo o rabia.
La autora catalana apuesta por un texto cuyo ritmo no es otro que un modelo de vida que aspira a la serenidad y al encontrarse con la memoria individual en no colisión con la memoria histórica. Igualmente, hemos de reconocer a esta novela estupenda dos cosas. Por un lado, el talante y el músculo narrativo para relatar en ausencia de moralinas una historia con trasfondo político. Por el otro, el evitar, al tomar parte de una historia real como materia prima la polarización y subrayar el uso y abuso actual de la memoria histórica. ¿Lo importante? No hacer de la literatura un proyecto de recuperación fallido.
Un deslumbrante retrato personal, histórico y político del derrumbe del estalinismo en Albania y la turbulenta llegada de la democracia.
Cuando era una niña, con apenas once años, Lea Ypi fue testigo del fin del mundo. Al menos del fin de un mundo. En 1990 el régimen comunista de Albania, el último bastión del estalinismo en Europa, se desplomó.
Ella, adoctrinada en la escuela, no entendía por qué se derribaban las estatuas de Stalin y Hoxha, pero con los monumentos cayeron también los secretos y los silencios: se desvelaron los mecanismos de control de la población, los asesinatos de la policía secreta...
El cambio de sistema político dio paso a la democracia, pero no todo fue color de rosa. La transición hacia el liberalismo supuso la reestructuración de la economía, la pérdida masiva de empleos, la oleada migratoria hacia Italia, la corrupción y la quiebra del país.
En el entorno familiar, ese período trajo sorpresas inauditas para Lea: descubrió qué eran las «universidades» en las que supuestamente habían «estudiado» sus padres y por qué estos hablaban en clave o en susurros; supo que un antepasado había formado parte de un gobierno anterior al comunismo y que a la familia le habían expropiado sus bienes. Mezcla de memorias, ensayo histórico y reflexión sociopolítica, con el añadido de una prosa de soberbia factura literaria y pinceladas de un humor tendente al absurdo –como no podía ser de otra manera, dado el lugar y tiempo que se retrata–, Libre es de una lucidez deslumbrante: refleja, desde la experiencia personal, un momento convulso de transformación política que no necesariamente desembocó en justicia y libertad.
Más de diez años después de El tiempo es un canalla, con la que Jennifer Egan (Chicago, 1962) ganó el Pulitzer en 2011, la escritora publica La casa de caramelo. Es una especie de segunda parte, hay personajes de la primera que reaparecen aquí, pero no es necesario tener fresca una para disfrutar de la otra. La casa de caramelo es una ambiciosa novela que tiene nuestra relación con la tecnología como paisaje, pero en realidad habla de la complejidad del ser humano. Las tramas y personajes se van expandiendo al modo de las redes neurales, podríamos decir que la estructura de la novela replica el ambicioso proyecto de uno de los protagonistas, una especie de gurú de la tecnología, “Conciencia colectiva”, una aplicación que acumula recuerdos. El requisito para entrar en la app es depositar los propios recuerdos, y contribuir así a fabricar esa memoria caleidoscópica. Los desertores de la conciencia colectiva están organizados en una tímida resistencia, pero el peso no está ahí sino en la manera en que cada personaje se relaciona con su memoria. Por eso la novela va deteniéndose en diferentes personajes, en diferentes momentos, con saltos temporales hacia delante y hacia atrás, sin seguir la linealidad temporal: Egan usa la elipsis y decide de manera deliberada no dibujar el arco dramático de los personajes, cuya personalidad se nos descubre a través de lo que hacen.
Una de las cosas que elevan el libro es la defensa que hace Egan de la novela, de la ficción y de las historias: “La omnisciencia, no obstante, se toca con la ignorancia: sin una historia, se reduce a mera información”, se dice hacia el final del libro. A la ficción se le atribuye una cualidad: “vagar con absoluta libertad por el colectivo humano”. Es decir, es una defensa del punto de vista. Pero esa defensa no solo se enuncia, sino que ella misma predica con el ejemplo porque la novela es un caleidoscopio de puntos de vista y también de modos de disponer esos puntos de vista. Hay también un reflejo de esa diversidad en lo formal: un capítulo está redactado como si fueran unas instrucciones, otro es un cruce de correos electrónicos.
La casa de caramelo es una novela sobre la autovigilancia colectiva, sobre nuestra relación con la memoria y el recuerdo, sobre la obsesión y sobre la identidad; contiene reflexiones sobre todo eso pero no es dogmática. Por encima de todo, la apuesta de Egan en La casa de caramelo es literaria.
El sello Ultramarinos despide 2023 con un regalo. Con cada uno de sus títulos, sus lectores descubrimos poéticas editadas con tanto mimo como tesón, y nos acostumbramos a confiar a ciegas en sus propuestas literarias. Pero, esta vez, nos ofrece algo novedoso, fresco, y casi parece que nunca hubiésemos leído nada antes sobre el corazón. ‘Crush’, de Richard Siken, es un tríptico amoroso efectivo, repleto de espejos y cincelado con las palabras de aquel que ha vuelto desde la muerte del amor.
Con un prefacio de la nobel desaparecida de forma reciente, Louise Glück, así como un prólogo de la escritora Lucía Lijtmaer, nos sumergimos en una poesía muy cercana a la corriente literaria Alt Lit, solo que con un componente teatral abrumador. También es un modo de componer publicado seis años antes de la eclosión de aquella forma expresiva. Siken se adelantó a la libertad de servirse de lo poético como un contenedor en el que apresar la inmediatez que nos traería internet a nuestra geopolítica afectiva. En sus poemas, se nos narran encuentros amorosos tan intensos como fugaces, que perviven en la memoria de una forma abrasadora. Sin embargo, estos textos no se muestran en absoluto egocéntricos o traumatizados. Y es que el disfrute amoroso es un lenguaje que solo conoce quien ama o es amado en el presente, donde las cosas suelen recordarse felices.
El lector tan solo desea que esas aventuras de amor se le cuenten como un susurro, que se orquesten en el secreto de lo que se lee y que le permitan imaginar, soñar o revivir su propia experiencia individual. Lejos de encontrarnos ante una escritura hermética, los versos de Siken resultan tan claros como una fotografía o una película de esas que vemos a altas horas de la noche, en la intimidad. En ‘Crush’ hay moteles, hombres guapos con pistolas, alguien con una piedra en la mano, lágrimas, excursiones, estaciones, carreteras, amantes. Hay mucha fábula sin moraleja, hay manos que tocan al otro mientras lo escriben o describen, hay teléfonos que no paran de sonar, hay estrellas en lo alto del cielo.
Igualmente, a lo largo de estos poemas hay una sensación de éxtasis y de deleite, que hace de la lectura en alto de cada uno de ellos una invocación superlativa al deseo. Por ejemplo, “El amor siempre despierta al dragón y de pronto / todo arde”. Por ejemplo, “Esta es la parte en la que todos están siempre contentos y a todos / nos per donan, / aunque no lo mereciéramos”. Por ejemplo, “Constrúyeme una ciudad y llámala Jerusalén”.
Este es el testimonio de cómo nace y muere un grupo de rock: la historia de la esperanza ciega que lo alumbra y de las ambiciones que lo condenan. Una novela de una profundidad y una gracia deslumbrantes, de un conocimiento musical enciclopédico y una comprensión profunda y conmovedora del alma humana.
Luton, 1982. La música pop obsesiona a una generación, y el joven irlandés Robbie Goulding conoce a tres personas que le cambiarán la vida. Fran Mulvey es un chaval vietnamita que lleva dentro a Bowie, Dylan, Mercury, Lennon y Patti Smith. Sarah-Thérèse Sherlock, futura música del año de la Rolling Stone, es la única que viste el look Madonna mejor que la propia Madonna. Seán, su hermano mellizo, aprendió a tocar la batería en el reformatorio. Juntos forman los Ships in the Night, un grupo que bebe del New Wave y el ska, de Mahler y del blues, y que salta a la fama sin paracaídas. Música y amistad, ambición y traiciones se funden en una sinfonía atronadora hasta que, de repente, se hace el silencio. Londres, 2012. Ya olvidado por las listas de éxitos, Robbie escribe sus memorias. Su historia es la de aquellos que lo han tenido todo y no han tenido nada; los que saben lo cerca que está la vida de la muerte; los que han sido a la vez reyes y vagabundos.
Aunque El ocaso de los superhéroes de Deborah Eisenberg (Chicago, 1945) se había traducido al español en la editorial Leqtor en 2006, en ese momento pasó un poco inadvertido. La llegada de Eisenberg al catálogo de Chai editora ha significado el descubrimiento de una autora. Primero llegó Relatos, una selección de los mejores cuentos a cargo de Federico Falco; después, La venganza de los dinosaurios, algo así como una segunda entrega de esa antología-monografía en marcha de Eisenberg. Antes, y solo en Argentina, la editorial había publicado Taj Mahal, que tiene cuentos divertidísimos, como el que da título al libro. En los dos volúmenes publicados en España hay piezas magníficas, destacan especialmente “Otro Otto, un Otto mejor”, en Relatos, y “El crepúsculo de los superhéroes”, en La venganza de los dinosaurios.
Eisenberg, que no publicó hasta los cuarenta, ha dicho sobre cómo escribe que “Es más bien un proceso de localizar un camino hacia alguna pequeña luz interna parpadeante y seguirlo. Alguien me comentó una vez que escribir es mi forma de pensar sobre las cosas, y creo que eso es bastante acertado. No me refiero a ‘pensar’ en el sentido de resolver rompecabezas intelectuales. Me refiero a ‘pensar’ en el sentido de exploraciones mentales y sensoriales de todo tipo».
Los cuentos de Deborah Eisenberg tienen como característica que rehúyen la trama, el conflicto: son cuentos de introspección, lo importante no es el giro o el conflicto, en el sentido de que pasa algo, de hecho en los que tienen acción o un conflicto a la manera clásico, el foco no está puesto ahí. Además son cuentos largos, casi nouvelles.
El tema de Eisenberg es el tiempo y cómo su paso afecta a las relaciones personales; aunque en realidad, como pasa con los buenos libros, no se puede decir bien de qué van los cuentos de Eisenberg. Sobre su interés en el tiempo, ha dicho: “Es fascinante cómo funciona el tiempo en la vida humana y cómo lo experimenta la mente: se retuerce y gira, se alarga, se encoge, se duplica, se buclea... infinitamente interesante. Envejecer (o ser viejo, en mi caso) tiene muchas cosas desagradables, pero sin duda es interesante; cada experiencia pasada parece refractarse en un prisma, un prisma mágico en el que una cosa no solo se ve desde distintos ángulos, sino que también parece transmutarse en distintos tipos de cosas.”
Truth takes time, “la verdad lleva tiempo”, el motivo central que el showrunner J. J. Abrams creó para la serie televisiva Alias, podría ser también el moto de Mónica, de Daniel Clowes. Concebida como una sinfonía en nueve movimientos o capítulos en los que se recrean todos los géneros de la historia del cómic estadounidense, desde el war horror de la EC hasta el género criminal, o la comedia adolescente de Archie, Mónica integra todos los fantasmas de la construcción social norteamericana: la soledad, el ascenso social, la familia como trampa y acicate, la paranoia conspirativa, el sustrato pagano y visceral debajo del pasado puritano y el miedo a una alteridad con la que toda la gran literatura americana no ha dejado de lidiar. El alcance monumental de Mónica no se cifra sólo en esa síntesis prodigiosa, sino en modelar, como David Lynch o como Apitchapong Weerasethakul, un nuevo formato, un nuevo pacto con los lectores que en ningún momento subvierte el placer absorbente de su lectura.