El Salto del Ángel Maravilla de la naturaleza
Del Forn del Senyor (Altafulla) al mundo. El libro. ‘Siempre nos quedará Cabinda’ (Editorial Silva) recoge las experiencias de los viajeros y escritores que se reúnen en el Forn del Senyor (Altafulla), entre ellos Felipe Gutiérrez, el autor de hoy
En el Parque Nacional de Canaima encontré la zona que más me fascinó en mi viaje por Venezuela. Una esquinita fronteriza entre la Guayana y Brasil, llena de leyendas y tepuys milenarios, que me ha cautivado en todos los sentidos, y a día de hoy, aún sigue sin dejar escapar a mi alma.
Tras poco más de una hora de vuelo desde Caracas, y en plena aproximación al aeropuerto de Canaima, el paisaje era brutal, un verde intenso e infinito, recortados por pinceladas azules dominaba mi vista, y sí, eso era el Amazonas, lo tenía ante mí. Estaba en la tierra de los pemones y en la morada de los dioses.
Nada más bajar de ese Embraer 190 de Conviasa, la primera bienvenida fue una bofetada tremenda de humedad y calor, pero estaba donde quería estar y todo era bonito.
Aunque no todo, siendo sincero, tenía miedo e incertidumbre por ver cómo me iba a manejar en ese terreno tan hostil para mí. Pero a la vez, el remedio lo tenía ante mí, conocer mis tiempos y confianza plena en la persona que iba a ser mis ojos desde este momento.
Y así fue, encontré esa conexión y esa seguridad en mi guía, Jorge Luis, él me aportaba todo lo que necesitaba. Él es un hombre de la selva de puro corazón, gran conocimiento, que ama su trabajo y te lo trasmite en cada pisada y en cada palabra.
Me bañe en el lago Canaima, atravesé cascadas de ensueño y me sumergí en ellas. Subí y bajé rocas resbaladizas en calcetines y caminé entre pequeñas pozas de agua bajo la atenta mirada de tepuys milenarios.
«Me sentía vivo, era feliz»
Al día siguiente, en plena oscuridad, la curiara zarpó y empezamos a subir río arriba. Jorge Luis me contaba historias sobre el río Carrao y como es la vida sobre esa autopista de aguas negras.
Tras varias horas en curiara navegando entre unas aguas mansas y otras que nos empapaban por su bravura, llegamos al refugio que estaba en un lugar privilegiado y único. Y ahí lo tenía ante mí, el Salto del Ángel se escondía entre las nubes dándome una tímida bienvenida, pero ya sentía su grandeza.
No me podía creer que lo tuviera ahí enfrente. Los ojos me brillaban de ilusión como a un niño chico, mientras contemplaba como esa fina línea de agua caía desde lo alto del tepuy, a 979m de altura, y desaparecía entre esa marea verde.
No había tiempo para sentimentalismo. Un potente almuerzo me terminó de recargar y era el momento de adentrarnos en la selva. Me tocaba dar el primer paso y afrontar la parte más dura de este viaje. Sabía que lo iba a lograr, pero también de que no iba a ser nada fácil y de que lo iba a sudar.
Jorge Luis y yo nos separamos del resto del grupo para que pudiese ir a mi ritmo, y de repente la selva quedó solo para nosotros dos y nos engulló.
Me sentía minúsculo ante tal majestuosidad. Los interminables árboles no dejaban pasar la luz, mirase donde mirase la vegetación me rodeaba con tonos multicolores, el grito loco de los guacamayos se convirtió en mi banda sonora, y esa potente mezcla aromática a plantas, flores y agua recién caída me dejaban sin palabras, mientras la humedad y los mosquitos me machacaban.
A cada zancada el camino se iba haciendo más duro. Jorge Luis y yo caminábamos al mismo paso, el delante y yo detrás. Despacio pero seguro. Me indicaba cada obstáculo y donde pisar.
Crucé ríos, pantanales donde el pie se me hundía en fango hasta el tobillo, atravesé alfombras de raíces y piedras húmedas, subí por rocas de vértigo casi tan grandes como yo.
Y de repente, tras casi dos horas de duro camino, cuando el cansancio ya me estaba pasando factura, Jorge Luis me detuvo en seco, me colocó en un punto determinado y me dijo que dirigiese mi mirada hacia mis doce para luego empezar a levantar mi vista lentamente.
No sabía lo que ocurría ni lo que había allí, pero obedecí.
Tras unos segundos con la vista puesta en un punto determinado, empecé a vislumbrar algo lentamente, hasta que de repente mis ojos se abrieron como platos ante esa belleza
El Kerepakupai Vená estaba ante mi, lo veía y lo escuchaba rugir, y una sensación indescriptible me recorrió de arriba a bajo hasta hacerme brotar una lagrima. Pero quedaba un último tirón para la apoteosis final.
Escalé como pude por unas rocas, no sabía ni dónde ponía las manos y ni los pies, pero la emoción era la que me llevaba.
«Ya casi lo tenía»
Cuando me quise dar cuenta, ya estaba sobre la última roca. Jorge Luis me esperaba junto al que era mi trono de piedra. El se alejó durante media hora dejándome a solas con tal maravilla de la naturaleza. Momento intimo e inolvidable, Místico y real.
No dejaba de mirarlo boquiabierto mientras su rugido me ensordecía, el agua fría que caía sobre las rocas salpicaba mi piel y los rayos de luz iban desapareciendo de la montaña sagrada lentamente
Me sentía el hombre más feliz del mundo por cumplir uno de mis sueños de niño, y a la vez orgulloso de mi por haber vencido a mis miedos.