Cómo decirte adiós Françoise Hardy...
Icono de la cultura pop, fue el símbolo de una juventud efímera, lánguida, sin responsabilidades
David Bowie estaba enamorado de ella. Mick Jagger estaba enamorado de ella. Iggy Pop estaba enamorado de ella. Serge Gainsbourg, Michele Berger, Joan Manuel Serrat, todos estaban enamorados de ella. La policía tenía que dispersar con mangueras de agua a sus fans en Ciudad del Cabo cuando cantaba en Sudáfrica, en Londres creían que era una inglesa camuflada de incógnito en París y la veneraban. Cantaba en alemán su icónica: tous les garçons et les filles de mon âge (todos los chicos y chicas de mi edad pasean de dos en dos), y los alemanes creían que paseaban por un bulevar de París en otoño. Casi nadie pasea por los bulevares ahora, hay mucho tráfico, un tráfico espeso como el estaño que se desplaza lento, casi paralizado. Las personas que caminan en los bulevares van de un gran centro comercial a otro, de un lugar a otro, pero no pasean. Pasear y caminar no es lo mismo. No es lo mismo ir a un sitio que pasearse por un sitio. En los años sesenta del siglo pasado, en París aún se podía pasear. París había creado al paseante, la figura del flanneur. De imposible traducción al castellano, sólo el catalán consigue un significado similar: el que bada. El que mira sin mirar, el que se deja llevar por el ritmo de un lugar. El que observa con pereza, el que deja pasar el tiempo en paz. Imposible hoy con un smartphone en la mano.
Icono de la cultura pop, Françoise Hardy fue, durante cinco décadas, una presencia constante. Siguió siendo el símbolo de una juventud efímera, lánguida, sin responsabilidades. Una juventud de tardes eternas, de cigarrillos largos y delgados. Desde sus inicios como ídolo yeyé, había narrado la crónica del paso del tiempo, del riesgo que supone vivir y de la permanencia. Su voz, etérea, expresaba su melancolía, su apego a la «bilis negra», uno de los cuatro humores definidos por los médicos de antaño, el que llevaba a la tristeza. «No amo nada tanto como la herida protegida por el muro de sus apariencias». Hardy, a diferencia de otras, escribía casi siempre sus propias canciones. Eran poemas, frágiles. Como los que se escriben en los muros, en las puertas de los lavabos públicos, en las hojas de papel gastado.
Françoise Hardy era –como no podía ser de otro modo– un icóno de la moda. Paco Rabanne y Courrèges hicieron de ella un mito de influencia persistente. Poco saben hoy las jovencitas de larga melena, pantalones pata de elefante y jerseis que enseñan el ombligo, que deben su estética a Françoise Hardy. Las revistas de moda le ofrecían su portada hasta hace poco. Con su cabello blanco, su camisa blanca y su rostro perfecto. Hasta que la enfermedad –un linfoma y un cáncer de laringe– la obligaron a refugiarse en la rabia. 55 sesiones de radioterapia, en poco tiempo, fracturas y caídas varias la mantenían encerrada en su casa. «Mi ojo derecho ya no me sirve para ver, sólo me duele. Tengo la boca y la garganta secas. Es una pesadilla. Llevo veinte años luchando contra el cáncer. Nadie merece morir así, hay que saber decir adiós y acabar con el sufrimiento». Serge Gainsgsbourg fue uno de los pocos letristas que ella aceptó cantar. Serge le compuso una de esas canciones francesas que uno olvida que son francesas y se integran en el repertorio mundial: Comment te dire adieu (cómo decirte adios). Françoise Hardy ha luchado hasta el final para decirnos adiós. Ella hubiese querido despedirse antes, pero las leyes francesas no se lo han permitido. Su hijo Thomas Dutronc, también cantante, comunicó a los franceses la desaparición de su icono de juventud: Maman est morte. Sí, la Hardy también se ha muerto. Sólo estamos a jueves y esta semana parece que en Francia vaya a durar una eternidad.