Mucha gente que he conocido me ha contado que les gustaría meditar porque se sienten vacíos o que algo les falta. Normalmente, las causas son casi siempre las mismas y tienen que ver con algún desequilibrio o sufrimiento mal curado. Un estado de malestar y pesimismo o algo que duele profundamente y no se sabe como superarlo.
La meditación no es un curativo que se compra en la farmacia. No sirve, normalmente, como una medicina para sanar nuestra alma herida, porque precisamente ella despierta nuestro ser más profundo y nos hace conscientes de nuestras propias miserias, contradicciones y miedos, así como de nuestras virtudes, alegrías y sueños. Y si uno está mal, lo primero que debería hacer es callar y hacer el silencio. Y esa es una práctica que a muchos les parece baldía porque no da resultados inmediatos, sino que, al principio es un peñazo. Pero un día empiezas a notar que te vacías de lo que te preocupa y disfrutas de la conciencia profunda de tu propio ser.
Es necesario invertir tiempo en reflexionar sobre nuestra persona y nuestra situaciónSeguro que han vivido momento de contemplación de un mar revuelto o plano, de un silencioso paisaje nevado, de algún lugar que les conmueve. Pues eso es lo que se consigue al cabo de un tiempo de hacer silencio: esa paz interior que no precisa de pensamientos ni acción porque estamos en encefalograma plano.
Y esa sensación de íntima felicidad, de profundidad de los sentidos, de disfrute de la vida o de nuestro propio ser es lo que se consigue con el silencio profundo.
Vayamos por partes, disfrutar de estar sentado, en una posición de la espalda erguida, concentrados en un punto de nuestro cuerpo y recitando un mantra al ritmo de la respiración no parece una tarea comparable a una película, un libro, una charla con los amigos o una navegación por internet (como un ‘tiktoker’, ‘youtuber’ o ‘twittero’ cualquiera). Entrar en el prodigioso mundo del silencio es como un paseo sin moverse del sitio, una observación minuciosa de lo que está pasando en nuestro propio ser al tiempo que nos olvidamos poco a poco de todo lo que nos preocupa o ocupa, de lo que nos angustia, de nuestros miedos y culpas, de nuestras miserias y deseos. En definitiva, es contemplar sin pensar y, si lo descubren, se darán cuanta inmediatamente que es mucho mejor que todas las acciones que antes les he nombrado.
Los monjes y ermitaños sonríen sin cesar porque han descubierto que la contemplación es algo mágico y nos produce una plenitud que todas las actividades y distracciones del mundo no nos dan.
Ellos, como los Padres del Desierto, los sadhus, los monjes budistas, los monjes y eremitas cristianos: ortodoxos, católicos y protestantes… son grandes sabios del ser, de la vida real, de la felicidad permanente, logrando vivir en el aquí y ahora y en el desapego.
Como cuenta Eugenio d’Ors, uno de los maestros mas clarividentes, es decir, que lo ve todo muy claro, el silencio es como el papel sobre el que podemos escribir, es la base, es el principio. El silencio se me ocurre que se parece a cuando borro las pizarras después de mis clases. Es limpiar nuestro ser de ruido, de frases, de textos, de todo. El clarear la mente y limpiarla para que podamos escribir sobre ella.
Ya he contado anteriormente algunos mecanismos que ayudan a hacer silencio: acompasar los latidos del corazón con el zumbido de los oídos y la palabra o palabras de nuestro mantra. Esas tres cosas deberían bastar para concentrar nuestra mente y hacer que el borrador actúe. Cuando se consigue hacerlo tras mucho empeño, lo primero que podemos notar es la iluminación… ¿A que suena bien? Pues si, una de las consecuencias del vaciado de nuestra mente es la capacidad de ver lo que no veíamos, de contemplar con calma y tranquilidad aquello que veíamos con prisa y estrés.
D’Ors dice que lo primero que le sorprendió cuando tuvo «alguna iluminación» fue ver la naturaleza mucho más bella que antes, casi sorprendiéndose de lo maravillosa que es. Lo segundo que pudo notar es un infinito amor por los seres humanos. Y deberíamos creerle y todo, absolutamente todo cambiaría porque en este mundo, lo único que debemos cambiar, son las personas: sus egoísmos y paranoias, sus ambiciones desmesuradas, sus ansias de poder, su incapacidad de escuchar y querer… Lo demás vendrá por si solo.
Xavier Oliver es profesor de IESE Business School