Intenso es el debate sobre los efectos de la Inteligencia Artificial. A sus innumerables aspectos positivos cabe restarle bastantes efectos colaterales indeseables. Todos sabemos que la IA puede ahorrarnos mucho trabajo pero, sin embargo, puede contribuir también a la atrofia de muchas de nuestras facultades.
Si los estudiantes universitarios, por ejemplo, sólo utilizan la IA para que les haga sus deberes, vamos mal. Si, por el contrario, se apoyan en ella para poder tener más criterio sobre un tema concreto, magnífico.
Los expertos apuestan por una convivencia armónica entre la IA y nuestra inteligencia natural. Creo que es el mejor cóctel. Si dejamos que nuestra capacidad creativa se acostumbre a que las máquinas la sustituyan, quizá es el final de la humanidad tal como la hemos entendido hasta ahora. Contrariamente, debemos procurar que la IA refuerce, vivifique y amplíe nuestra ya extraordinaria capacidad para resolver problemas y generar ideas.
Pero hay más. ¿Alguien conoce un motor de búsqueda de IA que se emocione? ¿Que se sienta ‘realizado’ después de una exitosa operación cuando le pedimos, por ejemplo, que relacione un helado con un espectáculo circense? Aunque todo es posible, me parece que todavía no hemos llegado a ese punto. Las máquinas son, por ahora, máquinas. Pueden aparentar tener una cierta capacidad para experimentar emociones pero están a años luz de ser realmente humanas.
No olvidemos eso: la creatividad puede estar orientada a resultados y ser una parte más de la burocracia administrativa de las empresas, como desgraciadamente sucede en tantos casos. Pero ni esas circunstancias pueden evitar que alguien, mujer u hombre, experimenten una notable satisfacción cuando una de sus ideas consigue vencer los obstáculos y triunfar. Los humanos nos autorrealizamos, las máquinas no.
Muchos directivos tendrían que tener en cuenta que el fomento serio y metódico de la creatividad en sus empresas, además de ayudar a tener mejores productos, procesos o servicios, sirve también para enorgullecer a los autores de esas ideas o propuestas.
No trabajamos sólo para ganar dinero. En una empresa sana, ese debería ser un objetivo importante pero secundario. Trabajamos para dar lo mejor de nosotros mismos, para emocionarnos, para colaborar, para lograr que el mundo sea un lugar un poco más interesante para vivir y, definitivamente, para alcanzar la cúspide de la célebre pirámide de Maslow, la autorrealización.
Escribo estas líneas en Caracas, donde me he reunido por enésima vez con mi amigo Giuseppe di Filippo, un Doctor en Química por el MIT que dirige una maravillosa tienda de pasta italiana famosa en toda la ciudad. Cuando le pregunto por las claves de su éxito, me comenta: «Amigo Franc, aquí trabajamos jugando, somos curiosos, inventamos cosas sin parar y procuramos divertirnos». Si olvidamos todo eso nos convertiremos, sin duda alguna, en meras máquinas. Es la filosofía de Giuseppe, el alquimista de las pastas.
Franc Ponti es profesor de innovación en EADA Business School