La innovación, en su esencia, es un mecanismo complejo y secuencial donde las ideas se forjan, se refinan y se transforman en realidades revolucionarias que moldean nuestro mundo. Este proceso comienza con una chispa: la curiosidad. Esa fuerza motriz que nos impulsa a cuestionar, explorar e imaginar lo que podría ser.
Sin embargo, una idea por sí sola es solo el comienzo. Si no hay un entorno preparado para recibir esta chispa y propagar la llama no habrá innovación y, al cabo de unos años, siempre habrá alguien que dirá: «eso ya lo había pensado yo», cuando otro la materialice. Japoneses, coreanos y chinos, por poner unos ejemplos, nos han enseñado que copiar lo que existe, mejorar lo copiado mientras se crea ese entorno receptivo apropiado y, finalmente, innovar hasta el punto que son otros los que te copian, es la pauta a seguir.
El verdadero mecanismo de la innovación reside en el proceso sistemático de refinar esa idea inicial mediante la investigación, la experimentación y la iteración. Aquí es donde el fracaso juega un papel crucial. Funciona como un mecanismo de retroalimentación que guía a los innovadores a perfeccionar sus ideas, a descartar lo que no funciona y a reconstruir sobre lo que sí.
El camino de Thomas Edison es un ejemplo clásico, donde su búsqueda implacable a través de innumerables fracasos finalmente llevó a la invención de la bombilla, revolucionando nuestra forma de vivir.
Los engranajes de la innovación giran con mayor eficacia en entornos diversos, donde una amplia gama de perspectivas y conocimientos convergen. Dentro de este intrincado mecanismo, equilibrar la innovación disruptiva con las mejoras incrementales es clave.
Las innovaciones disruptivas, como el ordenador personal o el teléfono inteligente, alteran fundamentalmente los mercados y los comportamientos sociales. Estos saltos disruptivos van precedidos por innovaciones incrementales que conforman el entorno de mercado y de la demanda para que la innovación se viralice. Los video-juegos en los ordenadores y las redes sociales en los móviles, dispararon su demanda. Juntas, estas dos formas de innovación crean una interacción dinámica que impulsa el progreso continuo.
La tecnología sirve tanto de motor como de combustible en este proceso. Los avances en inteligencia artificial, biotecnología y computación cuántica no son solo herramientas, sino catalizadores que transforman industrias y redefinen los límites de la capacidad humana.
Sin embargo, las consideraciones éticas se vuelven cada vez más vitales. La innovación debe estar guiada por un sólido marco ético para garantizar que contribuya positivamente a la sociedad. El auge de las redes sociales, por ejemplo, ha traído una conectividad sin precedentes, pero también desafíos significativos, como las preocupaciones por la privacidad y la difusión de desinformación. De manera similar, la llegada de la tecnología de edición genética como CRISPR tiene un inmenso potencial, pero también plantea profundas cuestiones éticas sobre las implicaciones de alterar el ADN humano.
A medida que miramos hacia el futuro, el mecanismo de la innovación seguirá evolucionando, impulsado cada vez más por la colaboración y un sentido compartido de propósito. En un mundo que enfrenta grandes desafíos globales, como el cambio climático o las pandemias, la necesidad de modelos de innovación abierta -donde el conocimiento y los recursos se comparten a través de fronteras y disciplinas- se volverá cada vez más necesario como quedó demostrado en la colaboración, sin precedentes, entre entes públicos, empresas farmacéuticas e institutos de investigación durante el descubrimiento de las vacunas contra la COVID-19.
El mecanismo de la innovación es una maquinaria finamente ajustada, con cada componente -curiosidad, fracaso, diversidad, progreso incremental y disruptivo, tecnología y ética- desempeñando un papel crucial. Cuando estos engranajes están sincronizados, impulsan un cambio transformador, convirtiendo lo extraordinario en cotidiano.
Felip Vidiella es consultor