El SARS-CoV-2 continúa impregnando y erosionando cada ámbito de nuestras vidas de formas inimaginables. La vivienda como refugio físico y primera línea de defensa ante la pandemia, desde luego, se ha convertido en los últimos meses en tema principal de conversación. Ahora bien, aún cuando la vivienda es un ámbito común en la sociedad, cierto es que no todas las vidas están afectadas por igual.
Hay personas más vulnerables que otras (personas sin hogar, adultos mayores, enfermos, discapacitados, entre otros) y hay viviendas y medios que acentúan, en mayor o menor medida, la vulnerabilidad de las personas ante el Covid-19. En concreto, poco se ha dicho y escrito sobre el impacto de la crisis sanitaria en la vivienda colaborativa, aquella en que se puede vivir juntamente con otras familias.
La vivienda colaborativa en España está encaminada a modelos cooperativos, como el de cesión de uso, que adaptan el enfoque cohousing, el cual responde, entre otros, a un diseño propiciador de un entorno doméstico más social que busca la cercanía y proximidad entre los vecinos, a partir de un contacto intencionado e incitado, por ejemplo, a través de la reducción de los espacios de uso individual y la maximización (colectivización) de los comunes.
En ese sentido, en desventaja con la vivienda convencional, los métodos consignados y propuestos por las comunidades cohousing parecieren implicar en sí mismo el peor riesgo de contagio en un contexto de pandemia.
En efecto, las recomendaciones de los expertos en salud pública y las órdenes de líderes gubernamentales (medidas de cierre de los espacios de uso común y la suspensión de las actividades y servicios comunitarios) parecen claramente medidas antiéticas a los valores que sostienen el modelo de vida proyectado por el cohousing, suponiendo un reto mayor para aquellos hogares carentes de áreas y equipamientos esenciales y/o accesorios de la vivienda, importantes para satisfacer las necesidades fisiológicas y psicológicas de sus moradores, y que se encuentran colectivizados.
Vivir, descansar, realizar teletrabajo, estudiar, resguardarse y hasta lavar la indumentaria y cocinar en una vivienda de esta categoría, es ciertamente un desafío para las personas que las habitan, algunas de ellas catalogadas como personas vulnerables (personas mayores en los cohousing seniors) a quienes la situación se les torna aún peor.
Este escenario, desde luego, nos obliga a repensar en formas alternativas de mantener los lazos sociales y el sentido de comunidad dentro de este tipo de proyectos, sin necesidad de estar físicamente en contacto con el otro.
Es necesario hacer nuevos planteamientos respecto a la fisionomía de la vivienda, en tanto la pandemia nos ha hecho valorar en demasía las condiciones de habitabilidad y el diseño de los espacios domésticos habituales (confort y priorización de la calidad). Quizás, también, reflexionar con relación a las carencias de la sobre-colectivización, aspecto último que puede compeler a los habitantes a hacer una diversidad de actividades en un mismo espacio, debiéndose evaluar lo positivo de la especialización de estos, por ejemplo, buscando un sitio apto para trabajar, el mejor para descansar o el idóneo para hacer actividad física; sin invadir un mismo lugar con todas las actividades a la vez.
Con todo, la crisis sanitaria además de ser la mejor ocasión para mejorar la planificación, diseño y gestión de la vivienda colaborativa, como el cohousing; de igual forma resulta ser una oportunidad para continuar resaltando uno de los rasgos más particulares de estas iniciativas, que consiste en la capacidad de resistir condiciones que les son adversas (situación nada inusual) y de mostrar su mejor cara: la solidaridad, innovando para ello, en la configuración de nuevas redes de apoyo; en un contexto que nos obliga a volvernos un poco menos físicos.