La naturaleza lanza en ocasiones pequeños destellos sobre lo que acontecerá en un futuro no muy lejano, a pesar de que en los últimos tiempos anda revuelta entre imprevistos y avisos.
Pero a principios del mes de marzo, desde siempre, una espera la llegada de la primavera, y con ese ánimo nos disponíamos a viajar hacia un lugar mágico en la opinión de mucho,s esperando encontrar lo que te puede llegar a ofrecer la antesala de la estación preferida por los románticos en cuanto a paisaje y clima, además de otras cosas.
Nada hacía presagiar que, al cabo de unos días, la sorpresa nos llegaría en forma de otra cosa diferente, tal vez también por parte de la naturaleza, o de lo que fuere, y que el viaje iniciático que soltara cargas, activara la memoria y nos abriera nuevas puertas de conocimiento y de saber iba a convertirse en el último durante mucho tiempo.
A fuerza de ser sincera debo admitir que no estaba previsto. Se podría decir que fue la sorpresa final que nuestra amfitriona tenía preparada para obsequiarnos con algo sensorial. Diferente, decía ella, que vive con intensidad todo cuanto se refiere a su Arnes, a su Terra Alta, y lo transmite del mismo modo. En realidad habíamos ido a buscar sencillamente paz y silencio. Y como espectáculo final, se nos ofreció el regalo el Toll del Vidre.
Aunque me parece una pequeña osadía describirlo por escrito, creo que al menos debo expresar lo siguiente: el río, con sus aguas cristalinas, se abre camino entre gargantas que forman pequeños estanques o piscinas con cascadas sobre las rocas.
Dicho así, sin más, contribuiría a empequeñecer la verdadera dimensión de aquel lugar, porque describir no es vivir, y si lo es, es hacerlo para uno mismo sin ánimo de compartirlo con los demás.
Dice una amiga mía que el silencio roto por el ruido del agua, el piar de los pájaros y el movimiento de las hojas de vez en cuando tendría que ser algo obligatorio para los que vivimos rodeados de asfalto.
Yo creo que el viaje a este lugar enclavado en els Ports debería serlo también para quienes pretenden hacer una parada en sus vidas, como haríamos nosotros dos y millones de personas unos días después, aunque en este caso se tratara de un paréntesis forzado. No solo para desconectar de las realidades cotidianas como nos sucedió a nosotros a lo largo de nuestro paseo, sino para percibir otra perspectiva diferente de observar la vida y lo que la rodea, para plantearse si vamos en el camino adecuado o no, para reflexionar sobre nuestra relación con el mundo y la naturaleza, para discernir si el ritmo que nos hemos autoimpuesto como una exigencia tan ineludible como ridícula nos lleva a algun sitio más allá de nuestras quimeras. Jamás un trayecto tan cercano de casa y tan corto por lo que se refiere a su recorrido nos había aportado tanto. Jamás un viaje estuvo tan cerca de una etapa final y de un principio, sin pretenderlo, sin buscarlo.
Los viajes son emblemáticos no por sí mismos, sino por lo que simbolizan. Y nosotros paseábamos entre agua y piedras al lado del río Algars que sirve de frontera natural entre Catalunya y Aragón pocos días antes del 13 de marzo de 2020, sin ser conscientes que también estábamos trazando una frontera en nuestras existencias, la del antes y el después. Los viajes son positivos si te cambian la vida aportando y transformando elementos, conceptos e ideas. Y el nuestro lo hizo aún sin pretenderlo. O tal vez sí. Y era eso lo que definitivamente buscábamos antes de partir.
Volveremos a aquel lugar. Lo que ya no sé es si volveremos a ser los de antes.