El arte forma parte del aparato cultural, cuya función es coercitiva, dijo el ar-tista Santiago Sierra en una entrevista, ¿estarías de acuerdo?
Es difícil dar una respuesta general a una pregunta así, pero sí creo que en ocasio-nes el arte forma parte no sé si de un discurso coercitivo, pero sí al menos de un discurso que funciona como un sutil sistema de control social estableciendo de ma-nera implícita comportamientos correctos. Pero no creo que todo el arte cumpla esa función porque no creo que todo el arte forme parte del aparato cultural.
Del análisis de Lolita dejas fuera la película de Kubrick, ¿no crees que mu-chas de las interpretaciones erróneas que mencionas en tu texto provienen de ahí más que de la lectura de la novela?
Sí, creo que parte de la interpretación mayoritaria proviene de la película. Al pare-cer, Nabokov acudió al rodaje alguna vez y se quejó con Kubrick de la manera en que estaba entendiendo la historia. Tal vez lo que más convenga sea dejar de ha-blar de Lolita y volver a leer Lolita.
El capítulo en el que defiendes la capacidad humana de contradecirnos me hizo pensar en la frase de Duchamp: me contradigo para no ser esclavo de mis gustos ¿A qué atribuyes este prestigio actual de «la coherencia?
Forma parte de la cultura heredada de la Ilustración la creencia según la cual la coherencia aporta cierta seguridad desde el punto de vista psicológico y cierta sen-sación de que, si soy coherente, mi comportamiento es irreprochable, es decir, la coherencia funciona como un escudo contra la crítica, o al menos contra un deter-minado tipo de crítica. A mi juicio, es una creencia injustificada, aunque cultural-mente comprensible.
En España hemos transitado del «así son las cosas y así se las hemos con-tado» con las que cerraba Urdaci los telediarios en la época de Aznar, o el «más periodismo» o «el periodismo es mi religión», de Ferreras hoy en día en La Sexta, ¿No es lamentable que el presentador de un noticiero tenga que re-calcar la veracidad de los contenidos que ofrece?
A Urdaci lo recuerdo poco y mal, por suerte. Ferreras no sé quién es.
Esta obsesión con el moralismo y el buenismo, trasladada al derecho, hace que se insis-ta mucho, en ciertos crímenes, en el autor intelectual ¿Crees que corremos el riesgo, como en 1984, de que se instaure en nuestros países una policía del pensamiento?
No creo que estemos cerca de un escenario semejante. Me puedo equivocar, porque no soy visionario, pero aunque hay cosas de nuestras sociedades, en relación con cómo se juzga el arte, que no comparto, creo que cualquier tiempo pasado fue manifiestamente peor, si es que tiene sentido la comparación.
El escritor Juan Cárdenas escribió que «en la verdadera literatura solo habla lo otro, una voz extraña que no es de nadie, sobre la que nadie puede reclamar una propie-dad» ¿Crees que algún día pasaremos página de la falsa dicotomía entre escribir en primera o tercera persona?
Posiblemente es una falsa dicotomía desde el punto de vista filosófico, digamos. Pero tam-bién creo que hay contextos en que adoptar la primera persona o la tercera persona en una novela es incluso una elección política o moral. Y eso tiene valor. Por ello creo que a ve-ces las falsas dicotomías filosóficas encierran consideraciones políticas o morales importantes.
En el último capítulo cuentas un viaje a Tel Aviv en el que te ofrecen un porro y lo declinas porque «el hachís y la marihuana son las únicas drogas incivilizadas». Como luego no desarrollas la idea, me gustaría que lo hicieras ahora.
Bueno, no es una idea, es una queja: a los veintipico los porros me empezaron a sentar fatal y tuve que desistir. Pero en lugar de culpar a la edad, culpo a los porros. Todo es una broma. Moral, imaginación y arte narrativo son los temas que Pau Luque despliega en un libro que se disfruta como un buen postre, con ese buen sabor de boca que permite largas tertulias de sobremesas sobre lo divino y humano.