Tenía doce años cuando comencé a leer Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Fue durante unas vacaciones escolares en las que me pasé horas en un chinchorro (un tipo de hamaca tejida típica de Venezuela) ajena al calor pegajoso de Soledad. Sí, se llama Soledad aquel pueblo a orillas del Orinoco donde había poco que hacer, y cuyo parecido con Macondo hacía que los personajes de la historia se me aparecieran como en sueños. Allí, invisible para el mundo, las páginas volaban una detrás de otra.
Creo que pocas veces he vuelto a leer como en esa época, pero la escena viene a mi memoria porque estos días he recuperado, a ratos, aquella sensación. Ha sido durante un experimento para constatar hasta dónde el hecho de estar expuestos a pantallas ha cambiado la forma de enfrentarnos a la lectura. La prueba era, a priori, sencilla: dejar el teléfono móvil fuera de la habitación cada noche y ponerme a leer un libro de papel.
Antes había visto un artículo en el que Maryanne Wolf, una neurocientífica especialista en el cerebro lector y profesora de la Universidad de California, en Los Ángeles, hablaba de cómo recibir mensajes continuamente en el móvil, ojear redes sociales y leer a trozos noticias en internet, está favoreciendo que procesemos más información más rápidamente, pero a la vez está minando nuestra capacidad de leer en profundidad.
Tirando del hilo hasta descubrí un concepto: ‘impaciencia cognitiva’ que enseguida me hizo recordar a mi hija menor, quien, con frecuencia, medio en broma medio en serio exclama: «¡mucho texto!» cuando se enfrenta a un escrito de más de tres párrafos.
Distracciones fuera
Es cierto que las condiciones para el experimento eran buenas: comenzaba vacaciones con lo cual la dependencia nocturna del móvil debía, a priori, ser menor. Avisé a mi círculo cercano de que si pasaba algo por la noche escribieran a mi marido (ni él ni nadie más de la familia quiso sumarse a la prueba). Eso no impidió que a la segunda noche una llamada de mi hija mayor me despertara porque no le respondía a los Whatsapps para hablar de no sé qué emergencia doméstica.
La sensación el primer día que me decidí a dejar el aparato fuera de la habitación fue de que faltaba algo, como si le hubieran amputado un trozo a la almohada. Enseguida pensé en tomar nota de lo que me pasaba e, instintivamente, extendí la mano hacia la mesita buscando ¡el móvil! Allí arrancó cierto estado de angustia al constatar que durante la noche el aparato no solo me sirve de cuaderno de notas, sino de reloj, de linterna para no tropezar en los viajes al baño, de radio (mi compañera de insomnios habitual), de despertador... Me fui a por papel y lápiz y al día siguiente me compré una linterna de esas que se pegan al libro.
Pero la concentración no vuelve
Una de las cosas que constaté enseguida es que había olvidado la sensación de estar concentrada en una sola tarea: leer. Con el móvil fuera de la habitación era más fácil abstraerse de las notificaciones y mensajes constantes, pero las interrupciones seguían en mi cabeza. Es difícil abandonar la costumbre de buscar en internet la primera idea que se te pasa por la cabeza.
Reconozco que tenía ciertas expectativas sobre mi capacidad de concentración que no se cumplieron. De vez en cuando me toca regresar algunos párrafos o, incluso, algunas páginas atrás, para recordar en qué punto estaba o cómo se llamaba aquel personaje.
Eso sí, un efecto colateral que no tenía controlado y muy de agradecer fue el hecho de dormir mejor. No dejé de tomar el suplemento de melatonina (no soy tan valiente) pero lo cierto es que varios días dormí del tirón y en los que me desperté conseguí volver a conciliar el sueño. Cualquiera que esté en plena menopausia sabe que, llegada cierta edad, eso es toda una proeza.
El resumen de la semana se saldó con: 203 páginas leídas de El niño que perdió la guerra, de Julia Navarro, la constatación de que mi capacidad de atención no es la que era, unas noches de buen sueño y la recuperación de la sensación de meterse en una historia con la ilusión de sentirse ilocalizable, al menos durante un rato.
Después del experimento descubrí que se organizan retiros en los que gente que no se conoce se junta solo para leer una obra, ajena a distracciones y comparte impresiones con el autor. Visto lo visto no me extraña, va a resultar que leer sin distracciones va a ser el nuevo lujo.