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‘Anhelo de raíces’, de May Sarton: El canto de la oropéndola

En la era de la inmediatez, la obra nos urge a vivir y nos recuerda que la vida «es imperativo saborearla, todos los días, a cada hora»

05 octubre 2024 12:22 | Actualizado a 06 octubre 2024 07:00
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El 7 de junio de 1958, a la edad de cuarenta y seis años, May Sarton firmaba las escrituras de una casa en ruinas, un granero y treinta y seis acres de tierra en Nelson, un remoto pueblo de Nuevo Hampshire cuya existencia había ignorado por completo hasta hacía poco más de una semana. Los días que habían seguido a ese primer encuentro fortuito, abandonada ya toda esperanza de dar con una casa que se amoldara a sus gustos y posibilidades, habían transcurrido de manera dolorosa. Habían sido días de desvelos, dudas y alguna que otra esperanza opacada por el poso amargo de la experiencia y la ilusión frustrada. Desvelos que tenían que ver con todos aquellos que la conocían bien y le advertían que adquirir una propiedad era la peor de las ideas; las dudas de saber si iba a ser capaz de devolver el lustre a ese viejo cascarón hecho pedazos, y la esperanza, siempre aplazada en el tiempo, de quizá haber encontrado finalmente un lugar en el que echar raíces y envejecer tranquila. Aquel 7 de junio de 1958 también fue la fecha exacta en la que May Sarton encontró la respuesta a una pregunta que siempre la había perseguido: «¿Si el ‘hogar’ puede estar en cualquier sitio, cómo buscarlo, dónde encontrarlo?». La respuesta, pronto iba a descubrirlo, residía en el canto de una oropéndola, un jardín, unos muebles viejos y un puñado de libros.

La autora de Anhelo de raíces pasó algo más de la mitad de su vida –cuarenta y seis de sus ochenta y tres años– yendo de un lado a otro. Su errancia empezó muy pronto, después del asesinato del archiduque Francisco Fernando, cuando sus padres abandonaron Europa para poner rumbo a Estados Unidos. A partir de ese momento, viajaría incontables veces a Bélgica –su tierra natal–, Inglaterra, Francia y Suiza, incapaz de cortar el cordón umbilical que la unía al Viejo Continente. Su corazón siempre estuvo dividido entre el país que la había acogido y el continente que la vio partir. De la veintena hasta entrados los cuarenta vivió lo que ella denominó como sus años aventureros o sus años de buscarse la vida. Lo hizo dando conferencias y leyendo poesía a cambio de veinticinco dólares y alojamiento en más de cincuenta universidades de los Estados Unidos. Ya fuera de Kansas, Nueva Orleans, Carolina del Sur o de sus innumerables viajes de ida y vuelta a Europa, May siempre tuvo un lugar al que regresar: sus padres, único punto de referencia fijo en una existencia regida por el cambio y la fugacidad de todo lo que la envolvía. La muerte de sus padres fue también la muerte de Channing Place, lo único remotamente parecido a un hogar que había conocido en toda su vida, un lugar habitado por baúles flamencos, el escritorio de su madre, el jardín y la biblioteca de su padre. Muertos sus padres, sin un lugar al que regresar de sus viajes, el canto de la oropéndola aquel día de junio de 1958 había acudido a su rescate y la había transportado a su infancia, a una vida que todavía no había tenido tiempo de embrutecerse, y que transcurría feliz, ajena a lo que le iban a deparar los años.

$!‘Anhelo de raíces’, de May Sarton: El canto de la oropéndola

Título: Anhelo de raíces
Autora:
May Sarton
Editorial: Gallo Nero
Traducción: Mercedes Fernández
Páginas: 200

La oropéndola había hecho su trabajo, había encontrado el lugar ideal, y ahora le tocaba a May convertir aquella casa ruinosa en un hogar. Pero la tarea de transformar aquel sitio iba mucho más allá de hacer acopio de primeras veces con las que adornar las habitaciones, colocar los muebles de sus padres o revivir el jardín; se trataba, en realidad, de hacerse con un lugar propio en el mundo, un lugar que, solamente ahora que sus padres se habían ido, era consciente de no haber tenido. Aquel rincón perdido en Nuevo Hampshire que era la casa de Nelson también iba a constituir un refugio del mundo, un lugar en el que envejecer. «Envejecer», escribe May, «¿por qué en nuestra civilización lo consideramos un desastre y solo valoramos a la mujer ‘que se mantiene joven’? ¿Por qué ‘mantenerse joven’ cuando la aventura radica en el cambio y el crecimiento?». Para la autora de este libro, gran defensora de la vejez, esta era la última y quizá la más grande de todas las aventuras que le había tocado vivir, unos años que le habían abierto los ojos a la belleza de lo cotidiano y al disfrute de las cosas sencillas que adornan nuestras vidas de una felicidad reposada. En la era de la inmediatez, del ya mismo, la obra de May Sarton nos urge a vivir y nos recuerda que la vida «es imperativo probarla, saborearla, todos los días, a cada hora».

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