¿Cómo se construye un autorretrato en forma de cómic? Más allá de la posibilidad de narrar, a lo largo de un gran número de páginas, la propia biografía, el autorretrato en forma de viñetas, nos dice Chris Ware, se parece más al gesto cubista de desmontar el tiempo de un rostro a través del despliegue de la puesta en página. Y ese es precisamente el umbral desde el que se abre la espléndida exposición Chris Ware. Dibujar es pensar, comisariada por Jordi Costa, en el CCCB, el autorretrato de Ware en una página con el aspecto de un kit de montaje, o de desmontaje, que se abre a una travesía a lo largo de la obra de un autor que ha concebido su trabajo como un gesto inusitado en el cómic: la construcción de un “medio puro” en el sentido descrito por Mallarmé — “entre el deseo y su cumplimiento, la perpetración y su devenir” —, es decir como la exposición de la comunicabilidad muda de un cierto modo de aprehender el mundo que se superpone a cualquier orientación narrativa o visión concreta. Si dibujar es, como ha señalado John Berger, descubrir, ir descubriendo, articular un cómic es, ante todo, aprehender el grado de tensión entre lo uno y lo múltiple.
Cuando, el 27 de noviembre de 2006, The New Yorker hizo una tirada de su número dedicado a Acción de Gracias con cuatro portadas distintas de Ware, que ensambladas construían una biografía melancólica de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, cristalizó una de las formalizaciones más extremas de ese medio puro. El ensamblaje de las diferentes portadas se prolongaba en un suplemento online titulado Leftovers, un solo lienzo con 256 viñetas que a través de los personajes presentados en las portadas y al igual que películas como El árbol de la vida, de Tarrence Malick, trataba de sondear los gestos perdidos del pasado de la iconografía norteamericana. Con esta estrategia, que Ware prolongó en Fabricar historias, una caja con catorce piezas diferentes —cuadernos, tabloides, un álbum, un biombo, tiras— hizo del cómic expandido una manera de acercarse a uno de los mayores problemas de la expresión humana: la tensión entre la naturaleza instantánea del pensamiento y la emoción y su expresión sucesiva, secuencial.
En un espectacular despliegue de originales, objetos creados por el autor y paneles donde las viñetas a escala de Ware adquieren pleno sentido, pues se convierten en un habitáculo desde el que inducir un pensamiento secuencial en el visitante, la exposición arranca desde la fábrica Ware: Acme Novelty Library, una fusión entre editorial y revista desarrollada únicamente por el propio Ware, en la que formato, extensión, cubiertas y texturas variaban constantemente en una estrategia de expansión u ocupación del universo a través de viñetas capaz de acometer una biografía melancólica de la cultura norteamericana, de la búsqueda desesperada de la paternidad de Paul Auster a la irresolución de los cuentos de Carver o la soledad de los personajes de Scott Fitgerald. Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo, le posibilitó confrontar el sentimiento de orfandad en un diálogo discrónico entre una ciudad imaginaria de Michigan en 1993 y la Chicago de la Exposición Universal de 1893 que resigue un árbol genealógico de la orfandad metafórica.
Como para otro de los grandes autores de cómic contemporáneos, Richard McGuire, surgido al igual que Ware al calor de la revista Raw de Art Spiegelman y Françoise Mouly, resulta tan importante lo que se dice como los silencios que atraviesan el relato. El espacio entre viñetas de Chris Ware puede ser tan hiriente como los huecos en las poesías de Emily Dickinson, y parece tensionar todas esas imágenes contemplativas, tan a menudo comparadas con los planos-haiku del cineasta japonés Yasuhiro Ozu. Ware crea tiempo, arbitra discontinuidades y pliegues de memoria siguiendo la estela de los pioneros del cómic y la ilustración, desde el suizo Rodolphe Töpffer hasta Gasoline Alley, de Frank King, Krazy Kat, de George Herriman, Polly and her Pals, de Cliff Sterrett, cuyos originales, propiedad de Ware, comparecen en la exposición.
Atravesada por las exquisitas animaciones de John Kuramoto, entrevistas y textos del propio Ware, la exposición es una inmersión total en la obra de Ware. Acaso la apertura de Rusty Brown, donde Ware reflexiona sobre los copos de nieve, cuya forma cristalizada constituye la memoria de su trayectoria y de condiciones meteorológicas irrepetibles es también una reflexión sobre la capacidad del cómic para brindar una visión fractal, totalizadora, a través de la panopsis de la página, del álbum y de su expansión en cualquier otro formato. Ver a la vez el presente, el pasado y el futuro y poder detenerse en cualesquiera de sus matices yuxtapuestos permite a Chris Ware construir una gran novela coral en la que resuenan los ecos de la gran literatura americana y en la que conmueven, de manera extraordinaria, los cuadernos de bocetos del autor, en los que parece resonar la voz final de Faulkner en El ruido y la furia: “una vez más suavemente de izquierda a derecha fluían cornisa y fachada, poste y árbol, ventana y puerta, y anuncio, cada uno de ellos en su correspondiente lugar”.