Kathy Acker y Cookie Mueller, dos escritoras norteamericanas anti-iconos de la contracultura de finales del siglo XX

Ambas fueron divas del underground cuando el underground ni siquiera era aquel gran movimiento contra la cultura institucional

26 mayo 2024 20:25 | Actualizado a 26 mayo 2024 20:30
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1983. Aparece ‘Variety’ (titulada en castellano como: ‘La celda de cristal’), una cinta dirigida por Bette Gordon. En ella, Christine, su protagonista trabaja en un cine porno, muy cerca de Times Square. Es una obra de culto, que encarna bien la escena cinematográfica independiente de los ochenta en Nueva York. ‘La celda de cristal’ comparte también título con otra película alemana de Hans W. Geissendörfer, quien se atrevió en 1978 a adaptar con relativo éxito la novela homónima de Patricia Highsmith (1964).

Como decíamos, del filme de Gordon se ha dicho que forma parte de la escena experimental de la nueva cinematografía transgresora y feminista de los ochenta. Pero, más allá de esto, destaca otra cosa: la singularidad de la presencia de Nan Goldin en ella, la actuación de Cookie Mueller, musa y ‘dreamlander’ de John Waters, y el guion de una Kathy Acker, poeta punk y activista, absolutamente hipnotizada por Samuel Beckett. Pero, por Dios, ¿qué hacen todas ellas aquí reunidas en una ‘neo-noir’?

$!Tanto Acker como Mueller retratan con escepticismo la desafección de la sociedad estadounidense del siglo pasado.

De la amistad entre Cookie Mueller y Nan Goldin una se entera con rigor a través de un texto recogido en ‘Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro’ (tres editores, 2024). En él se narra un viaje de ambas a Nueva Orleans, y el pretexto de la aventura no es otro que curar la herida de amor que Mueller padece. Igualmente sabemos de ese entenderse gracias a las fotografías que Goldin tomase de Dorothy Karen “Cookie” Mueller a lo largo de los años. La mirada de reconocimiento entre Goldin y Acker me es incierta, y quizá se deba a un salto generacional o a una cuestión de intereses: mientras una Cookie madura estaba instalada en el East Village, Acker paseaba su juventud por la ciudad. Lo que sí es verdad es que Mueller y Acker se encontraron el 14 de febrero de 1980 en una ‘performance’ de un amigo común: Gary Indiana. Bajo pretextos distintos, aquella noche las convocó la idea que cada una tenía del amor: la escritura con el cuerpo, en el caso de Mueller (“¿Acaso la única forma de curar un corazón roto es el paso del tiempo? El tiempo tardaba demasiado. Estaría muerta para cuando dejase de sentir dolor”), y desde el cuerpo, para Acker (“Odio sentir más dolor solo por haber sentido tantísimo dolor”).

Kathy Acker está obsesionada con la mirada masculina, también, como Cookie Mueller, se llama “Karen”, envía sus obras a las bravas y por correo a quien conoce y aspira a encontrar una cavidad tan profunda como la fosa de las Marianas para arrojar el cuerpo literario de su madre. Mueller busca el amor e intuye que puede alojarse en cualquier cuerpo, huye de su familia, se echa a los brazos de sus amigas, escribe cuando puede, lee lo escrito cuando le dan pie y tiene un hijo: Max. Las dos stripper, las dos abandonaron a sus padres, las dos arrasadas por la enfermedad.

Tanto la Acker de “Grandes esperanzas” (Malas Tierras, 2020) como la Mueller del libro citado vivieron la escritura desde una lógica que se modula a través del estilo. Sus formas de abordar la creación literaria son distintas, pese a que existan algunas aproximaciones similares. como, por ejemplo, la obsesión por plasmar su entusiasmo (a rachas) por la ciudad de Nueva York. Para Acker, la escritura siempre tendrá que ver con dos tótems: por un lado, con el futuro; por el otro, con lo que ella misma denomina la ‘consciencia’; una voluntad de ‘matar’ a la madre a través del texto: “La imagen que tengo de mi madre es el origen de mi creatividad”. La voluntad creativa de Mueller no opera exactamente así, es más nítida, pese a que la sequedad sea la misma: “Muy temprano aprendí que la escritura era algo pesado para el cuerpo, que la sangre se enfría y es difícil mantener la circulación ante una máquina de escribir, que las rodillas se solidifican como si fueran cemento y que el culo se funde con la silla. Pese a esto seguí escribiendo”.

(Mientras escribo esto, me detengo, pienso: “Ojalá Nan Goldin las hubiese fotografiado juntas. Ojalá Nueva Orleans con la Acker”).

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