Había un forzudo. Sí, sí, un forzudo. Uno de esos tipos capaz de doblar barras de acero como si fueran plastilina. El Sansón del Siglo XX. En aquella España canija, a fuerza de racionamiento, aquellos gigantones parecían superhéroes de otra galaxia. También había una pequeña boîte –sala de espectáculos, en francés–. El francés era el inglés de entonces, la lengua de los modernos. «Aquel Sansón, me sacó al escenario y creo que rompió una tabla con la cabeza. O algo así. Me quedé alucinado. Mis padres me hicieron una foto», recuerda Manuel Vilas.
Pero esta historia, comienza un poco antes. De hecho, arranca con un taxista. En algún momento, este país fue un país de ilustres taxistas. Ahí tienen a Justo Molinero o a José Luis Cantero Rada, El Fary. «Fue un amigo taxista quien le dijo a mi padre que habían inaugurado un hostal en Cambrils, que estaba muy bien y a muy buen precio», continúa el escritor. Se llamaba Hostal Don Juan, en la antigua carretera de Valencia, y Manuel Vilas le ha dedicado todo un capítulo que se incluye en la nueva reedición de Ordesa, ahora que se cumplen cinco años de su publicación.
«Me enamoré de aquel sitio porque mi padre y mi madre fueron felices y jóvenes allí». Corrían los años sesenta (finales de los sesenta y principios de los setenta, para ser exactos) y «Cambrils era misterioso y asombroso al mismo tiempo. Allí se rompían las rígidas costumbres del franquismo. Todos soñábamos con ser europeos y el turismo era la puerta de entrada. Para un crío como yo era un deslumbramiento constante». Empezando por los coches. «En el último franquismo, el coche era un símbolo de identidad social. Nosotros teníamos un Seat 124, imagínate. Y el Hostal Don Juan estaba repleto de coches extranjeros, Mercedes, BMWs, Alfa Romeos... Yo estaba deslumbrado». Lo mismo ocurría en la playa. El Manuel Vilas niño paseaba por el largo aparcamiento, junto al mar, bajo las sombras de los enormes sauces, mientras curioseaba el cuentakilómetros de aquellos bólidos que podían alcanzar los 290 kilómetros hora. «El de mi padre, terminaba en 160».
Precisamente, aquel lugar, convertido hoy en un parking de cemento, fue lo que más llamó la atención de Manuel Vilas la última vez que pisó Cambrils hace unos quince años: «Fue el cambio más grande que vi. Mi padre no daría crédito». En cuanto al Hostal Don Juan, hoy es un wok. El paso del tiempo no perdona a nadie. Tampoco a los edificios. «La naturaleza del pasado me obsesiona, porque el pasado es un escándalo, lo llevamos dentro en un estado permanente de desvanecimiento, de ilusoria verdad y también de convulsa agitación. Todo son espectros», escribe el finalista del Premio Planeta y ganador del Premio Nadal.
De entre los escombros de aquella época, rescata el espíritu de la gente, «la gente confiaba más en la gente. Era una forma más humana de estar en el mundo. Supongo que éramos más inocentes. Mi padre, por ejemplo, se hizo amigo de un alemán y aprendió a dar las buenas noches en alemán. Para él fue como si hablara alemán de toda la vida», bromea. Y guarda otra imagen muy precisa, cuando tocaba pagar la cuenta del hostal, «33.000 pesetas en billetes de mil. Las llevábamos en un sobre».
Era el precio de veinte días «en el paraíso» a pensión completa. Siempre por la misma fecha. Última semana de julio y primeras de agosto. Como en una liturgia de la clase media. «La Internacional de la clase media», la llama Vilas. «Coche, tele y vacaciones», la santísima trinidad de una de las novelas fundamentales de lo que va de siglo, a la que ahora regresa el autor porque «me faltó contar ese lugar mítico para mi familia». Pero sobre todo, para dejar constancia de lo efímera que puede llegar a ser la belleza. «Ningún adivino nos dijo que esos veranos iban a ser los mejores de nuestras vidas juntos».