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Alfa y omega de la calçotada

Crónica de los orígenes de la calçotada, industria de reciente invención que ya es víctima de su éxito, y un ritual ineludible

22 marzo 2025 13:30 | Actualizado a 22 marzo 2025 13:36
Se lee en 3 minutos
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No es el frío, no es la lluvia, no son las pocas horas de luz. El fenómeno meteorológico que define el invierno tarraconense es la calçotada. Hoy, los calçots empiezan a precipitar antes de Navidad, y los chubascos de salsa se prolongan hasta Semana Santa. Analizado fríamente, un periodo tan largo tampoco es muy normal —sobre todo en años como este, en que la Pascua se va a finales de abril—, aunque solo sea porque en Cuaresma, el buen tradicionalista no debería comer carne. Y en una calçotada se asa mucha ‘llangonissa’.

Qué le vamos a hacer. La calçotada es víctima de su éxito y un ritual ineludible. Tanto, que una simpática gente de l’Alt Camp se ha propuesto organizar un gran acontecimiento anual para poner punto y final a la exigente temporada. Una ‘Calçotada del Vi’ que no se focalice tanto en la fiesta, que ya sabemos que es única, sino en la singularidad de sus productos esenciales: el propio ceballot, la variante de la salsa de romesco codificada en Valls, el pan y el vino (seguramente el gran olvidado). Todos frutos de las Terres del Gaià. Esta calçotada gastronómica y disruptiva debía celebrarse este fin de semana en el columbario de Vila-rodona, pero parece que el tiempo, aún invernal, lo impedirá. Tendremos que esperar un año más para el remate final del calçot.

Pero si hay un fin, tiene que haber un comienzo. La industria de la calçotada es un invento reciente. Sabemos de pequeñas celebraciones, familiares y de colla, a principios del siglo veinte. El pintor vallense Jaume Mercader lo describe en una entrevista de 1928 en Acció Comarcal: después de vivir en la meca culinaria de París, el prócer local aún añoraba els tres o quatre plats típics de Valls. Les faves a la brutesca, els calçots i el conill a la macali-mocali, dins del seu primitivisme poden ensenyar molt al millor gurmet. Luego, después de la guerra, la Penya de l’Olla surgida de l’Escola del Treball de Valls, convirtió la calçotada en una fiesta gastroartística. Todo estaba preparado para que llegaran los autocares y la cosa se desmadrase en los primeros cincuenta.

La explosión

Vamos a Santes Creus para revivir ese momento de explosión. Ahí está Maria Grau, mestressa del histórico Hostal Grau. Maria nació en 1943 y su vida transcurre paralela a la implantación del calçot como reclamo turístico de la comarca. «Ningún restaurante hacía calçotades. Aquí la gente venía a comer canelones, vedella amb suc y pollastre rostit. Pero cal Fèlix y cal Bou de Valls empezaron las calçotades y nos subimos al carro en 1962. Éramos solo nosotros tres».

Maria es el alma de esta casa vetusta y tradicional. Ahora cocinan su hijo Joan y su nieto Àlex, pero ella sigue monitoreando el hostal, para que todo funcione. «Los detalles. Sobre todo los números. No sé qué pasa, que a los cocineros los números no se les dan muy bien».

«Cuando era jovencita, la gente aposentada de Tarragona subía a casarse a Santes Creus, y claro, tenían que comer. Nuestra primera boda fue la de los Clos, que se trajeron a su cocinero. Se llamaba Hernández y subió muchas veces con otras familias bien. Hacía platos finos, pero aquí se llevaba otra cosa».

«¿Calçots? Aquí venían a comer ‘vedella amb suc, pollastre rostit ’y ‘canelons’»

Entonces el Alt Camp tenía cierta industria textil, como la fábrica de los Torrents en Vila-rodona, o la de los Creus en el Pont d’Armentera. Fueron estos quienes pidieron la primera calçotada en el hort del Hostal Grau. El origen del fenómeno de la calçotada en restaurantes es cosa de señoritos y gente de Barcelona con raíces en el Camp que volvían a la tierra madre. «Los calçots los ensartábamos en alambre y mi madre fue a Valls a preguntar la receta de la salsa. Todo a mano, eh». El túrmix tardaría en llegar y Maria recuerda como tenían enroladas a cocineras de la comarca dedicadas exclusivamente al mortero del romesco y el alioli.

Con los años, el Hostal Grau ha depurado la fórmula y presumen de autenticidad. Tuestan ellos mismos la almendra Marcona (mejor que la avellana, que suelta demasiado aceite), y tienen un vinagre propio y específico para la salsa. Pau, su otro hijo, hace de pagès. Y aunque la calçotada ha garantizado la pervivencia del establecimiento, Maria aún le guarda un poco de distancia. «La primera vez que probé los calçots no me gustaron mucho». Lo que sí ha hecho son miles de canelones. «El truco que me enseñó mi madre eran los sesos. Yo descubrí que añadiendo más bechamel se obtenía el mismo efecto de suavidad. Decían que eran mejores los de mi madre. Bueno... los míos han sido mejores que todos los que han venido después». Maria es una cocinera práctica.

El futbolista Kubala, la dinastía de fotógrafos Pérez de Rozas, el socialite Jaime de Mora y Aragón —que aprendió catalán en el hostal— y otros grandes apellidos han comido y dormido entre estas paredes. Maria los recuerda a todos. «Piensa que comencé con mi hermana haciendo habitaciones». Era una revolución hostelera. «¡Es que antes las camas no se hacían!». Sin embargo, tanto boato no le hace olvidar que la gente venía a Santes Creus a cenar la verdura hervida de su madre. «Patata i mongeta recién hecha. Eso es lo que los clientes celebraban».

«Soy una persona que no parece que venga de una casa con restaurante. No sé nunca qué pedir». Maria tiene una gran conciencia del oficio: «El hostelero tiene grandes alegrías, pero recuerda siempre las cosas malas. Ese cliente que se ha quejado, ese plato que no salió bien. No se puede decir que un restaurante es un desastre si no has comido varias veces en él».

Más allá de nostalgias, el Hostal Grau sigue abierto y ya va por la cuarta generación familiar de calçotaires profesionales. No estamos sobrados de casas con solera y tradición. Le digo a Maria que con un poco de suerte verá el centenario y me mira escéptica. Pero en el fondo de sus ojos centellea una ilusión auténtica.

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