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Remover conciencias versus espectáculo: a puerta abierta

El acto valiente de Gisèle Pélicot va mucho más allá de levantar el velo de los detalles de su tragedia personal y representa un cambio de perspectiva sobre las vergüenzas y podredumbres de un sistema patriarcal que piden a gritos aire y luz

17 septiembre 2024 22:54 | Actualizado a 17 septiembre 2024 22:54
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Al final de la vista de ayer por la mañana en el Tribunal de lo Penal de Vaucluse, Gisèle Pélicot recibió un aplauso de las mujeres y hombres que la esperaban fuera. Se habían agolpado en el tribunal para poder presenciar o al menos escuchar las declaraciones de la jornada. Un hombre le regaló un ramo de flores. Ya en la calle, una mujer la paró, le dio un beso y la animó a seguir adelante.

El juicio, que comenzó el pasado 2 de septiembre, es público porque la víctima, Gisèle, renunció a que se celebrara a puerta cerrada. Como explicó en su día, quiere que se conozcan todos los detalles del caso para que todo el mundo los sepa, y para que lo que le sucedió a ella no le suceda a ninguna otra mujer. Es decir, que el juicio se celebra con carácter público a petición expresa de ella.

Como han señalado estos días diversos expertos en Derecho Procesal, el ordenamiento jurídico francés determina que, por regla general, los juicios serán públicos a menos que ello conlleve un riesgo asociado al mantenimiento del orden o las buenas costumbres. En ese caso, el órgano judicial es el que puede decidir que la vista se celebre a puerta cerrada.

En los casos especiales relacionados con violaciones, torturas y otros actos ligados a una agresión sexual, como pueden ser la trata de seres humanos o proxenetismo agravado, el juicio se celebra a puerta cerrada siempre que lo pida la víctima, a la que se le reconoce el derecho a evitar revivir en público aquellos hechos.

Así, la voluntad de la víctima de estos delitos de naturaleza sexual es clave a la hora de determinarse si el juicio se celebra a puerta cerrada o no, sin que consideraciones de los organismos judiciales tengan nada que decir, ni obviamente los acusados.

En el caso que nos ocupa, por ejemplo, el Ministerio Fiscal había alegado que la publicidad podía atentar contra la dignidad de todas las partes implicadas, y también algunos abogados de los 50 hombres imputados habían pedido que fuera a puerta cerrada para evitar «que el juicio se convierta en un espectáculo público».

Los abogados de Gisèle Pélicot explicaron que su defendida está convencida de que la violencia sexual no debe contar con «el privilegio del silencio», que la víctima no tiene por qué esconderse, y que la sociedad debe tomar conciencia de lo ocurrido. Todo esto va mucho más allá de la frase con que inicialmente se quiso resumir la postura de Gisèle: «Que la vergüenza cambie de bando». Y va también más allá de un acto individual de valentía en el marco de lo que se antoja que debe ser su arduo camino terapéutico de regeneración personal.

Es muy larga la cadena ancestral de silencios en torno a la violación, una agresión que siempre ha comportado, para la víctima y no para el verdugo, una devaluación y una pérdida de dignidad, un estigma tantas veces acompañado del aislamiento, y no tan solo en la India o en Afganistán. Una violación aquí ligada a una anulación adicional, por la sumisión química, y todo ello en el entorno menos sospechoso, el de un matrimonio aparentemente feliz, modélico en el imaginario social construido al amparo de un sistema patriarcal que parece que ya no aguanta más sacudidas y se desvela por fin, como en la fábula infantil del rei desnudo ante los ojos de todos, sostenido apenas por vigas llenas de carcoma.

La decisión de Gisèle nos planta frente a este escenario y marca un antes y un después. Mientras el violador Dominique Pélicot dormía a su mujer y pedía a sus compinches entrar en la casa sin hacer ruido, y desnudarse en la cocina antes de cometer las violaciones en silencio, en una serie de precauciones a cual más estrambótica y enfermiza, Gisèle nos lo quiere contar todo, alto y fuerte, y se convierte así en la voz de tantas.

¿Para qué esconder la podredumbre y las vergüenzas de un sistema que ya no sirve más?

Por eso su coraje está siendo aplaudido y hasta visto como una liberación. Es un empoderamiento de todas las víctimas, y de su hija, y de todas las hijas. Por eso miles de manifestantes mostraron el sábado en las calles de París su apoyo a esta mujer menuda de 71 años. Por eso dijo ese día Anne-Cécile Mailfert, de la asociación Fondation des Femmes: «Vamos a hacer que este proceso sea histórico, porque no pasa un día sin que una mujer me escriba diciéndome ‘yo soy Gisèle Pélicot’».

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