La escena fue impresionante. Aún hoy, las imágenes del 27 de marzo de 2020 sacuden el alma con un escalofrío. En medio de la lluvia, cubierto por el gris y ominoso atardecer romano, el Papa Francisco, blanco y solo, recorre la plaza de San Pedro del Vaticano, colosal y vacía, hacia el catafalco instalado ante la basílica, colosal y vacía. El Santo Padre quería dirigirse al mundo antes de dar extraordinariamente la bendición Urbi et Orbi (desde la Ciudad —Roma— al mundo) con la Eucaristía —los católicos creen en la presencia real de Jesucristo allí—, que confiere indulgencia plenaria, el perdón total de todas les culpas debidas por los pecados. Habían pasado dos meses desde que se declaró la pandemia de covid-19. El mundo estaba colosal y vacío como las esperanzas de muchos ante el virus.
Francisco leyó el de la tempestad calmada. Jesús duerme en la barca donde sus discípulos atraviesan el Mar de Tiberíades. El lago se encrespa. La barca zozobra. Los discípulos despiertan a Jesús: «¿Te da igual que nos ahoguemos?». Él calma la tormenta milagrosamente y les dice: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?». Francisco arrancó con un paralelismo clásico: la tormenta y la pandemia; la humanidad y la barca, y el poder de Dios de intervenir en la historia si mujeres y hombres lo piden con fe.
#Atención Ante una Plaza de San Pedro impactantemente vacía, pero conectado a millones de fieles en todo el mundo, el papa Francisco imparte histórica bendición #UrbietOrbi para pedir a Dios que cuide a la humanidad frente la pandemia del #COVID_19 https://t.co/gqNuHvS9r4 pic.twitter.com/l4I9svIoiC
— Noticias Caracol (@NoticiasCaracol) March 27, 2020
El Papa enseguida varió la interpretación típica de la escena. De entrada, remarcó que en la barca va todo el mundo, todos nosotros «frágiles y desorientados y, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos y a confortarnos mutuamente. No podemos seguir cada uno por nuestra cuenta».
Francisco remachó el argumento: quizá quien duerme hoy son los hombres —y no Dios. No todo el mundo está dormido, sin embargo, dijo al recordar a «tantas personas que siguen haciendo su tarea y que nos ayudan a transitar a la crisis, levantando el ánimo», con pequeños detalles en su trabajo, «con la oración y el servicio silencioso». Ha nombrado, entre otros, a médicos y sanitarios, pero también a quienes trabajan en establecimientos de primera necesidad («las reponedoras y cajeras de supermercado») y servicios públicos, sacerdotes, policías...
La tormenta (la epidemia), siguió, «pone al descubierto las falsas y superfluas superioridades con que hemos construido nuestro mundo [...], las injusticias planetarias, el grito de los pobres y del planeta, gravemente enfermo». Francisco se preguntó, un eco de san Juan Pablo II, «por qué tenemos miedo; ¿es que no tenemos fe?” antes de hacer una recomendación: «este tiempo de prueba es tiempo de elegir entre lo que es necesario y lo que no, de restablecer el rumbo de la vida hacia Dios y los otros».
«La humanidad no es autosuficiente; solos nos hundimos», recordó y volvió a aconsejar: «Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Con Él a bordo no se naufraga e incluso aquello que parece malo puede convertirse en cosa buena». Es el final de la escena evangélica de la tempestad: Jesucristo calma el viento desatado y el oleaje embravecido y responde así a la pregunta angustiada de sus acogotados discípulos: sí, le importa el hombre, cada hombre. A Francisco, claro, también.