El Once de Septiembre de 1924, el primero bajo la dictadura del general Primo de Rivera, se programaron algunos actos prohibidos. Uno de ellos era la misa conmemorativa que desde 1899 organizaba la Lliga Espiritual de Nostra Senyora de Montserrat en la iglesia de los Sants Just i Pastor en homenaje a los héroes de la defensa de Barcelona de 1714. Fue en la puerta de esa iglesia dondeacabó detenido el arquitecto Antoni Gaudí. La transcripción de la detención es un monumento a la estulticia o, lo que es lo mismo, la persistencia en el error. Antoni Gaudí tenía 71 años, la Sagrada Familia ya estaba en construcción, y unos policías lo detienen en la puerta de una iglesia, armado con un rosario y un misal, sencillamente por hablar en catalán:
Policia: ¿Cómo se llama Vd.?
Gaudí: Antoni Gaudí.
P:¿Qué edad tiene Vd.?
G: 71 anys.
P:¿Qué profesión?
G: Arquitecte.
P: Pues su profesión le obliga a Vd. a hablar en castellano...
G: La professió d’arquitecte m’obliga a pagar contribució i ja la pago, però no a deixar de parlar la meva llengua.
P:¿Cómo se llamaba su padre?
G: Francesc Gaudí.
P: ¿Qué es eso de Francesc?
¡Si Vd. no fuese viejo le rompería la cara; sinvergüenza, cochino!
G: Jo a vostè no l’insulto i vostè a mi, sí. Jo parlo la meva llengua...
P:Si Vd. no fuese viejo...
G:No m’insultin, que no hi tenen dret.
La historia continúa y les recomiendo que la busquen en las redes. Los hechos los recogen las gacetillas de la época y están en el Arxiu de Barcelona. Es ejemplar para comprender la actitud de algunos versus Catalunya. Antoni Gaudí pasó cuatro horas en el calabozo, el resto es historia y hoy es, posiblemente, el arquitecto más famoso del mundo.
Ayer, miles de personas salieron a la calle de nuevo. El problema de miles es que ya no son cientos de miles. Es algo obvio que la sociedad catalana que impulsó las manifestaciones masivas de hace 10 años (la del 2014 en Barcelona contó con 1.800.000 personas según la Guardia Urbana), ya no es la misma. El gráfico con los datos de participación es demoledor. No fue la pandemia quien dinamitó la participación en las manifestaciones del 11 de septiembre, el socavón se produce entre los años 2018 y 2019. Es decir, tras la sentencia del procés y los hechos de Urquinaona y el Tsunami Democràtic. Es como si la fuente de movilización se hubiese agotado ante la incapacidad de los partidos políticos y sus líderes (Carles Puigdemont incluido) de saber pilotar esas aguas. Para evitar referirse a los errores propios se explota hasta la saciedad la idea de que los resultados del referéndum del 2017 son la foto fija de Catalunya.
El mantra del independentismo consiste en decir «ya nos contamos en el 2017» no se aguanta con el paso del tiempo, porque las elecciones posteriores tienen tanta validez como la pudo tener el referéndum. Y los resultados electorales se mueven con una sociedad que difiere substancialmente de la que propició el procés. Han pasado diversas cosas: para empezar, una pandemia; para acabar, una represión contundente con un deep state en rebelión, si no, véanse a los jueces del Supremo negándose a cumplir una ley aprobada por el Congreso. Inaudito y peligroso. Y por supuesto la incapacidad de los propios partidos independentistas de encontrar fórmulas de unidad. Entendemos unidad como la suma de dos, no la disolución de ERC en Junts o la de Junts en ERC. Eso no es sumar, eso es machacar. Esta desunión y animadversión ha construido un discurso peligroso que se asocia cada vez más con la conceptualización religiosa de la política. Con un único líder espiritual posible: Carles Puigdemont. La manifestación de ayer venía tras las declaraciones del president de la ANC en el programa El Món a Rac1 de Jordi Basté. Lluís Llach dijo textualmente que el líder de ERC, Oriol Junqueras, quiere «aniquilar» a Puigdemont. Se usa una terminología de una potencia nuclear. Como también la clasificación de Llach al referirse al president Salvador Illa, como «fascista». Eso sí, la propia ANC tuvo que dar marcha atrás después de que su presidente reconociese que no le importaba la presencia de Aliança Catalana en la manifestación. Por lo visto, fascista se es solo en una dirección y el manto milagroso del independentismo te protege de todos los males. Aliança Catalana parece tener menos peligro que el propio PSC. Inaudito.
El independentismo no puede ser monocolor, jupiteriano, vertical y monocorde. Tampoco lo pueden ser los partidos políticos. Ni siquiera lo puede ser Junts, aunque le cueste. No se puede huir del debate, de la renovación (como pide Carme Forcadell) ni de la discusión. La lucha cainita que vive en estos momentos es el peor de los escenarios posibles. Al final, como en todo conflicto, el independentismo tiene que alcanzar la madurez suficiente para poner las «reglas de enfrentamientos» donde establecer cómo batallar por un mismo objetivo sin aniquilarse por el camino. Es algo que con un poco de cultura militar (por Dios, que alguien lea a Claus Von Clausewitz y su tratado De la Guerra) o de escuela de negocios, sería fácilmente alcanzable.
El independentismo también ha demostrado que no es ni residual ni está en coma. No es lo que era, pero es. Existe como gran fuerza social y política. Por este orden. Seguramente es mucho mayor el número de independentistas que el número de los que desean la independencia. Eso también debe ser tenido en cuenta. Es la división entre el corazón y la cabeza, entre la razón y el sentimiento, entre la utopía y la realidad, entre el sueño y la vigilia. La contabilidad que unos leerán en clave de éxito (tanto anunciar la tormenta al final se ha quedado en lluvia y deben respirar tranquilos) como otros que lo lean en clave de fracaso (60.000 personas en Barcelona es un resultado que para los estándares europeos sería más que notable. Cuando en París o Bruselas se manifiestan 50.000 personas, Macron o Ursula von der Leyen, tiemblan) deberían tener este dato en cuenta. El lema de Junts, «Encara hi som», es exacto. Aún están. En ese adverbio «aún» se encierra toda la interpretación política: podían no estar, pero han aguantado. Y eso se debe tener en cuenta en los cálculos, en las negociaciones y en las tácticas que en la Moncloa se hagan (y en la Plaça Sant Jaume).
Renovación. Esa sería la palabra mágica. El código secreto. ¿Es posible? ¿Existen esas personas que podrían liderar el independentismo para la próxima década? Si no se apartan los «grandes hombres» del procés (porque mujeres apenas no quedan) se nos antoja difícil. Junts hace poco decía que buscaba una mujer «acostumbrada a remenar les cireres, tallar el bacallà, però sense que desprengui mala llet». No lo digo yo. Lo dicen ellos. Les deseamos mucha suerte en la búsqueda de tal perfil, una especie de matriarca benévola y compasiva. Parece mentira que el feminismo no haya calado aún en según qué mentes. Renovación que tampoco se augura sencilla en ERC, que se rompe en mil pedazos con un Junqueras en plan orquesta del Titanic.
Pero son casi 80.000 personas en las calles y muchas más en sus casas que esperan poder volver a sentirse como hace diez años: a punto de cumplir su sueño. Eso no hay que olvidarlo.