El cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, llegó al cónclave que le eligió Papa con fama de ser más que papable. Sobre la mesa del cuarto de la residencia donde se alojaba, alguien había dejado un ejemplar de la primera edición en español de Misericordia, un ensayo de Walter Kasper —cardenal, alemán y jesuita— que se alojaba enfrente. Lo leyó. No era un alegato teórico. La obra combina teología bíblica, historia y experiencia pastoral para presentar la misericordia como fundamento de la renovación de la Iglesia. Ese libro contiene la sustancia del pontificado de Francisco.
Kasper pone la misericordia en el centro de la fe cristiana. No es solo una cualidad de Dios, sino el núcleo del mensaje evangélico y la clave para comprender a Jesús, sostiene. En un mundo marcado por el sufrimiento, la injusticia y la indiferencia, la misericordia es la respuesta que ofrece el cristianismo para sanar y reconciliar. Así que la Iglesia —concluye— debe ser signo viviente de misericordia, tanto en su doctrina como en su práctica.
A Bergoglio se le quedaron grabadas algunas frases contundentes, bien trabadas en un tejido argumental que bien podía transformarse en un programa de gobierno. «La misericordia no es una debilidad, sino la forma más profunda de justicia», dice Kasper. Actuar con misericordia no es ceder o ser blando, sino restaurar al otro desde el amor. «La misericordia es la justicia propia de Dios», añade. A diferencia de la justicia humana, la de Dios se expresa sobre todo en la compasión y el perdón. «En Jesús, Dios ha dado rostro humano a la misericordia», agrega Kasper para señalar cómo Jesucristo encarna la misericordia divina, haciéndola visible y cercana a todos.
Menos de un mes después de ser entronizado, el lunes de Pascua de 2013, tras el rezo del Regina coeli, el Papa ya hablaba de la «ternura de Dios», es decir, de la fuerza de su misericordia: «...para los grandes teólogos [...] el don de la misericordia era el último, tras la omnipotencia, la sabiduría... Da igual, a nosotros el don o atributo divino que más nos interesa es el de la misericordia», dijo en aquella homilía.
Ese mismo abril publicó su primera bula: Misericordiae vultus (El rostro de la misericordia). Son los argumentos del Cardenal Kasper asimilados y meditados por él. El 8 de diciembre convocó su primer año santo extraordinario. Lo dedicó a la misericordia. El motivo formal era el 50 aniversario del cierre del Concilio Vaticano II. En realidad se proponía a los cristianos a acudir al sacramento de la confesión. «Dios no se cansa de perdonar; es el hombre el que se cansa de pedir perdón», proclamó Francisco.
La misericordia es la base que ha marcado su modo de abordar los problemas a los que se ha enfrentado: las multiplicación de las guerras, las migraciones, la pobreza, la marginalidad, la cultura del descarte, las desigualdades sociales, la violencia de género, la pederastia y la pedofilia, la insensibilidad ecológica, la ausencia de libertad y la violación de los derechos humanos, las hambrunas, el terrorismo y tantas otras lacras que han sustanciado su acción de gobierno y sus pronunciamientos públicos, tanto formales como informales.
Desde esta actitud, nada tiene de raro que Francisco se haya levantado como un muro ante los líderes que deciden ser inclementes, despiadados, crueles. En una palabra, inmisericordes por propia decisión. Encajan en ese perfil Donald Trump, Vladímir Putin, Binyamín Netanyahu o Nayib Bukele. También quien abusa de los menores, de los vulnerables, de los indefensos.
En esas coordenadas también encaja la «cultura del descarte» que ha criticado desde al principio hasta el final de su pontificado. Esa forma de sociedad que margina y excluye a los más vulnerables y trata al hombre y a la tierra como desechables cuando ya no son útiles o rentables.
Francisco ha podido tolerar la incompetencia o el desacierto, la exigencia o la tozudez, pero no la libre elección de la dureza, la intolerancia o el abuso como fórmulas de liderazgo o método de gobierno o de gestión, sea dentro o fuera de la Iglesia. Sus críticas a la política de migración de la Unión Europea y, sobre todo, de los Estados Unidos de Trump, son prueba de ese compromiso.
Fuerte enfoque pastoral
El pontificado de Francisco ha estado marcado por un fuerte enfoque pastoral, evidenciado en su cercanía con las personas, las iglesias locales y su disposición a visitar países que hasta ahora no habían recibido a un Papa.
También mostró atención especial a los problemas de la Iglesia, asumiendo personalmente la gestión de temas sensibles, como los abusos sexuales. En este ámbito, su respuesta ha sido rápida y enérgica, llegando incluso a tomar decisiones al límite de la presunción de inocencia o a saltarse protocolos tradicionales, entrar directo al problema y atajarlo con celeridad. Su objetivo: enviar un mensaje contundente y ponerse sin demora del lado de las víctimas.
Esa cercanía se ha reflejado también en gestos muy concretos. Uno es la frase inolvidable del nuevo Papa en un vuelo de regreso desde Brasil, en respuesta a una pregunta sobre el clero homosexual —«¿Quién soy yo para juzgar?»— que señaló una nueva preferencia por el enfoque pastoral y la comprensión, por encima de la claridad doctrinal y las guerras culturales. Otro sucedió hace dos semanas: desde el hospital Gemelli, donde se encontraba internado, Francisco telefoneó al párroco de Gaza, otro argentino, para expresar su afecto y solidaridad con los católicos palestinos afectados por la guerra. Dos gestos más de su estilo pastoral directo, comprometido y urgente.
Es difícil decir que Francisco no ha puesto de su parte todo lo posible por acelerar el dinamismo apostólico en la iglesia, que resume bien aquel «¡Hagan lío!» pronunciado ante decenas de miles de jóvenes en Rio de Janeiro. Fue una invitación a la juventud a no quedarse callados y apocados, pero también una exhortación a que la Iglesia deje de ser una institución centrada en lo cómodo y lo institucional, para ser un organismo vivo, dinámico y comprometido. Una iglesia «en salida», un «hospital de campaña» en el frente del mundo, como le gustaba repetir, con pastores que «huelen a oveja» y laicos que «no son nuestros peones [del clero], son protagonistas de la Iglesia».
Claroscuros
Francisco ha sido un Papa, como todos, con luces y sombras. Si bien promovió una Iglesia más fraterna, tuvo dificultades para generar ese espíritu dentro de las propias estructuras eclesiásticas que lideraba. Impulsó la sinodalidad (el diálogo abierto entre todos los estamentos de la Iglesia) y la descentralización, pero con frecuencia gobernó por decreto: es el Papa que ha emitido más motu proprio —modificaciones del derecho canónico por iniciativa personal— que cualquier otro en la historia. Fue, como lo define uno de sus biógrafos, un «gran reformador», aunque muchas de sus reformas resultaron desiguales: abundantes en promesas, pero con una ejecución limitada, especialmente en relación con los dos grandes escándalos que heredó —los abusos sexuales del clero y la crisis de las finanzas vaticanas—, y con la reforma sinodal de la iglesia.
Por muy feroz que haya sido la resistencia de conservadores y tradicionalistas, es legítimo preguntarse si no debía temer más a sus amigos que a sus enemigos. Esta hipótesis resulta especialmente convincente al observar el controvertido Camino Sinodal en Alemania, donde numerosos obispos y laicos se han mostrado indiferentes a los avisos del Papa de no avanzar tan lejos ni demasiado rápido.