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El mundo se ha quedado huérfano. Todo el mundo

La muerte del Papa Francisco nos llega en un momento muy difícil. Nadie, en su sano juicio, puede decir que no le importa, porque nada volverá a ser lo mismo sin él.

21 abril 2025 20:25 | Actualizado a 22 abril 2025 07:00
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El Papa ha muerto. No importa si no les importa. Da igual si son creyentes o no. Es indiferente si llevan un peso en la boca del estómago o no. Da igual si son conspiranoicos y creen que todo esto es una holograma fruto de la Inteligencia Artificial. La muerte del Papa les interesa porque el Papa, este Papa, el Papa Francisco, era la última referencia en el mundo que hablaba por usted. Sí, por usted que está leyendo esta crónica. Por todos nosotros. Da igual quiénes seamos. Este Papa era el nuestro. Era el Papa de las minorías, era el Papa de los emigrantes a los que dedicó más tiempo que nadie, a los que defendió hasta su último suspiro. ¿Quién hablará de ellos sino es para explicar la construcción de muros, de todo tipo de muros físicos y mentales que nos separaran los unos de los otros?

Era el Papa que denunció la globalización de la indiferencia. Era el Papa de los LGTBIQ+, de los que habló siempre, a pesar de que molestaba a todos, este Papa Francisco era el único a quien le importaba alzar la voz para darla a quienes no la tienen, a quienes nadie quiere escuchar.

No era Jorge Bergoglio un Papa para todos los gustos (no hay argentino que lo sea y venir de un país cuyos naturales, de entrada, tienen tan alto concepto de sí mismos, complica la tarea). Pero consiguió ser un punto de referencia universal. El Papa del que hoy lamentan la muerte Vladimir Putin, Volodimir Zelensky o los líderes de Hamas y el mismo Benjamin Netanyahu. Esto es lo que puede un buen Papa de Roma.

Uno de los nuestros

Era peculiar. En su última estancia en el hospital Gemelli de Roma, llamo casi cada día al párroco de Gaza. Obligó a la curia y a los médicos a difundir el parte médico con total transparencia. El mundo se acotumbró a sus vómitos, a sus crisis de asma, a la viscosidad de sus mucosas. El cuerpo del Papa confrontado con la misma realidad de la muerte. Porque la enfermedad y la muerte también forman parte de la vida del Papa.

Los periodistas no sabían muy bien como redactar sus crónicas entre tanto termino técnico y médico. Un amiga —una de las grandes del periodismo italiano— me lo contaba, jocosa: «la gente prefiere el Papa de las películas y las series, el Papa de las intrigas y conspiraciones, no el Papa que apenas puede respirar por culpa de una crisis asmática». Claro, este Papa le dice al mundo: soy uno de los vuestros, uno más.

Este habrá sido un pontificado de símbolos potentes. Muchos recordamos esos zapatos marrones gastados, el crucifijo de plata, el papamóvil sencillo (un Fiat), su decisión de residir en Santa Marta y no en las estancias vaticanas. Nada en Jorge Bergoglio era casualidad o, peor aún, fruto de la ingenuidad. Era un jesuita de la cabeza a los pies. Es decir: un soldado y un intelectual de la Iglesia.

No era perfecto. Sus años durante la dictadura argentina tienen más de oscuridad que de luz. Su propio calvario, su dolor más evidente. Pero era un jesuita, un arquitecto del pensamiento y de la acción, nada era casual en él. Y menos teniendo en cuenta que su teatro era el mundo y él el único actor posible de una obra que nos afecta a todos. Porque su voz no solo hablaba a los más de mil cuatrocientos millones de católicos (sean practicantes o no, lo defiendan o no). El Papa de Roma, este Papa de Roma, hablaba por todos.

Defensa de los indefensos

No hace falta creer que sea el enviado de ninguna divindad, ni tan solo creer que Jesús sea alguien concreto, ni leer los Evangelios (la mayoría no lo hacemos) pero en un tiempo donde reinan las voces de miles de influencers más o menos banales, reconocer que sus palabras eran las de mayor impacto, es reconocer su fuerza universal. Solo el Papa, este Papa de Roma, era capaz de llegar con su voz a los lugares más recónditos del planeta.

Y así planteaba sus viajes. Nada de París, Londres o Madrid. Ni por supuesto su querida Buenos Aires (lo que le debía costar estar lejos de su ciudad). En su lugar, la isla de Lampedusa, puerta de entrada de miles de migrantes africanos; Mongolia, Albania, Bosnia, Ecuador, Corea del Sur. Lugares que casi nadie visita o en los que viven comunidades de católicos contra todo pronóstico. ¿Se lo imaginan? El Papa de Roma que no quiere asistir a la reinauguración de Notre Dâme entre el boato y los grandes de este mundo y prefiere ir a Ajaccio, en Córcega. El Papa que no quiere ir a Polonia o España y en cambio se va a las estepas mongolas en las que reina el chamanismo. Solo el Papa de Roma, solo este Papa de Roma, podía dar con sus viajes un mensaje potente de defensa de los indefensos.

Este Papa no vino a cambiar el mundo (como si hizo Juan Pablo II), ni a reconstruir la teología del siglo XXI (como hizo Benedicto XVI) ni a cambiar el Vaticano (eso muchos se lo reprocharán), vino a interpelarnos: «¿quién soy yo para juzgar a nadie?».

¿Recuerdan la señora de las flores amarillas que cada día iba a rezar por él a las puertas del hospital mientras él luchaba por inspirar el poco oxígeno que le llegaba a los pulmones? La señora en cuestión se llamaba Carmela Mancuso y cuando sale el Papa del hospital allí está ella con sus flores. Hay mucha gente pero sus flores son amarillas y se ven. El Papa las ve. Y el Papa le habla a ella, a Carmela. Y Carmela somos todos, o casi todos. Serán aquellas mismas flores las que provocarán que el coche que lo lleva de vuelta a Santa Marta se detenga en Santa Maria la Maggiore. Serán estas mismas flores que Carmela Mancuso llevaba en sus manos, las que el Papa Francisco depositará en los pies del icono de la Virgen Salus Populi. La Salvación del Pueblo. La salvación de todos. Símbolos, mensajes que todos podemos comprender.

Carmela Mancuso sirvió para que Francisco le dijera al mundo que todos podemos salvarnos y eso lo podemos interpretar de muchas maneras, pero no hace falta ser creyente para querer salvarte de un mundo cada vez más hostil. De un mundo en el que el hombre más rico, Elon Musk, se permite decir que «la principal debilidad de la civilización occidental es la empatía». El Papa Francisco le respondió llevando las flores de Carmela ante el icono más importante de la cristiandad (con el de la Virgen de Kazan, que está hoy en el despacho de Vladimir Putin).

Francisco ha preferido a Santa Maria la Maggiore como lugar de sepultura que la cripta de los papas en la basílica del Vaticano, Otro gesto, otro símbolo. Sí, y uno de potente. Santa Maria la Maggiore es una de las iglesias más amada de los romanos, a pocos pasos de la estación Termini en plena Via Cavour. Una basílica vaticana cerca de uno de los lugares donde se concentran los inmigrantes que llegan a Roma.

El Papa Francisco también era emigrante. Sus abuelos huyeron del Piamonte camino del Eldorado argenitno de principios del siglo XX. Él regreso como Papa, pero nunca dejó de ser un extranjero. Todos somos los extranjeros de alguien. Uno de los nuestros este Papa de Roma, este Papa Francisco.

¿Y ahora qué? Ahora a esperar. Los rituales vaticanos tienen sus tiempos y sus liturgias, pero el mundo comprenderá el alcance de su orfandad poco a poco. Los que piensan que todo esto les importa poco, los que preguntan extrañados por terminologías e historias, los que del Papa Francisco solo conocen los memes y el Tiktok. Los que lo consideraban un vendido a la poderosa y temible curia, los que creían que había ido demasiado lejos.

Sede vacante. Nadie ocupa la silla de Pedro y eso suspende el tiempo y nos deja en un momento en el que la Historia debe tomarse un respiro.

¿Y ahora qué? Esperar que viene de esperanza. Esperar que el sucesor de Francisco no nos deje solos ante el peligro, no nos abandone ante los hombres que gobiernan el mundo con impunidad. Mientras todo empeoraba, Francisco nos sostenía.

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