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Guerra en Oriente Próximo: 365 días, cerca de 46.000 muertos y una guerra regional en ciernes

Hace un año, la vida de miles de personas en Tierra Santa saltó por los aires. También la mía. El 7 de octubre de 2023 Hamás atacaba Israel y, al poco, empezaba la guerra de Gaza

06 octubre 2024 19:58 | Actualizado a 07 octubre 2024 07:00
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La mañana no presagiaba nada. O al menos nada más que un sábado cualquiera en Jerusalén, en plenas fiestas judías de Sucot. Es decir: nada al cubo. Durante el shabbat, en las zonas hebreas de la ciudad, apenas se mueve una mosca y, en las árabes, el habitual frenesí callejero se reduce. Pero durante Sucot, la quietud es casi absoluta. Así que el ataque masivo de Hamás, ese 7 de octubre, fue doblemente sorpresivo: ni se esperaba, ni se estaba listo para afrontarlo.

Yo me había tomado el día libre. Como corresponsal freelance para una decena de medios nacionales e internacionales en Próximo Oriente, llevaba días luchando por colocar reportajes sobre el conflicto árabe-israelí y había conseguido entregar algunos trabajos. Todo apuntaba a un mes flojo informativamente, así que opté por descansar. Mi plan era viajar al norte, a Galilea, para ver a unos amigos. Pero, desayunando, saltó la primera alerta.

«Parece que un coche con milicianos de Hamás se ha infiltrado en el sur de Israel y está pegando tiros en un kibbutz», le dije a mi mujer. Que un sólo coche fuera capaz de superar la frontera más segura del mundo y adentrarse en territorio israelí era una noticia gigantesca. «Creo que habrá que cancelar nuestros planes», añadí, mientras escribía por Whatsapp a los jefes de redacción de mis medios.

Eran las 7 de la mañana. En cuestión de minutos, el vídeo del coche en cuestión no sería el único que vería en la pantalla del móvil. Como una avalancha, las noticias, fotografías y vídeos de milicianos de Hamás entrando en Israel, arrasando todo a su paso, matando y secuestrando a mujeres, hombres y niños, se fueron precipitando por las redes sociales y los medios de todo el mundo. Estaba claro que era una noticia de impacto mundial. Pero nunca hubieramos imaginado hasta dónde llegaría el horror.

Enseguida, sonaron también las alarmas. Caían cohetes sobre Jerusalén. Decenas de miles, sólo en ese primer día de conflicto. O de escalada. Porque ninguna guerra entre israelíes y palestinos puede entenderse aisladamente. Todo parte del mismo origen: la creación del estado de Israel en 1948, la Nakba –la catástrofe por la que miles de palestinos perdieron la vida y el hogar–, la negación del estado palestino, la ocupación, el terrorismo...

Las siguientes horas y días serían una vorágine de trabajo y tensión. Conexiones para la radio. Directos para la televisión. Crónicas y reportajes para prensa. Y un bebé de cinco meses que, en el caos, dejó de comer y dormir como solía. No faltaron las carreras al búnker. Bebé en un brazo. Leche en la otra. Y dejar al niño con su madre en el refugio, mientras yo volvía a trabajar a la oficina, con el sonido de las explosiones como música de fondo. Y luego silencio. Vuelta a estar juntos. Más trabajo. Y las sirenas volviendo a sonar. Otra carrera. Esta vez... Boom. El cohete nos explota encima. Por suerte, detenido por la Cúpula de Hierro, el sistema de defensa aérea de Israel.

El verdadero horror

Pero lo peor se producía en el sur. Primero, con la muerte de 695 civiles israelíes, 71 extranjeros y 373 policías y soldados, a manos de milicianos de Hamás y otros grupos terroristas de Gaza, y el secuestro de dos centenares de personas. Y luego, con la brutal, desmesurada y contundente respuesta armada israelí, que dura hasta el día de hoy. La ofensiva hebrea, inicialmente sólo aérea, y luego también terrestre, ha dejado hasta el momento más de 41.600 muertos –la mayoría civiles, y muchos, 16.500, niños y niñas–, además de hospitales destruidos, escuelas derrumbadas, mezquitas devastadas y barrios enteros arrasados. Luego, las enfermedades y el hambre. Gaza, que ya era la prisón a cielo abierto más grande del mundo, es también hoy un erial de dolor, muerte y destrucción.

Más cerca de casa, y más accesible como periodista, estaba Cisjordania, donde la guerra también se cobró su diezmo. Más de 700 muertos, 5.700 heridos y 10.100 palestinos detenidos. Y el bloqueo más férreo. Y la ocupación más feroz. Y el odio entre árabes y hebreos, más palpable. Con excepciones. Como la activista israelí que me acompañó al corazón de Cisjordania esquivando patrullas del ejército para ver y acompañar –y en mi caso entrevistar– a unos amigos palestinos. O los árabes que me expresaron en múltiples ocasiones su rechazo a Hamás, pero su inmenso dolor por la crudeza de Israel.

La despedida

La guerra pronto se hizo insostenible para una familia con un bebé, como era mi caso. Así que al tiempo de empezar el conflicto, volví a España. Continué cubriendo la guerra, pero dejando a mi familia en mi ciudad natal, Barcelona, y viajando continuamente a Jerusalén, donde mantenía trabajo y casa, y a donde siempre quisimos volver. Lo hicimos, pero ya para despedirnos definitivamente, en febrero de este año, tras dos años y medio de corresponsalía y varios meses a caballo de Jerusalén y Barcelona.

La decisión no fue fácil. En la Ciudad Santa teníamos hogar, y conservamos amigos y grandes recuerdos. Disfrutamos cada segundo de nuestra vida allí y el trabajo fue un sueño hecho realidad. Todavía hoy lo echamos de menos. Todo, menos la guerra. Menos el odio. Menos el afán de venganza que obnubiló a tantos a lado y lado del conflicto. Porque eso es lo que provocó la guerra y lo que generará: más odio, más venganza. Una espiral sin fin de violencia y dolor. Y ahora, una guerra regional en ciernes.

Nos quedaron muchos elementos para la esperanza –gente, sobre todo–, pero también mucho pesimismo. Entre los corresponsales internacionales solíamos decir que Israel y Palestina atraen, hipnotizan y apasionan los primeros años; aburren por su estancamiento en el conflicto a media etapa; y acaban agotando y entristeciendo, al final. La guerra aceleró en mi y en muchos ese proceso. No es cinismo, es agotamiento. Pero eso se puede combatir... Y luchar por ver luz en la oscuridad. En eso estamos.

Israel y Palestina siguen doliendo e indignando porque continúa habiendo víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Aunque el hecho de que estén en ambos bandos, complica las cosas. Israel y Palestina siguen costando porque todos tienen algo de razón, todos tienen motivos para sentirse heridos –aunque, sin duda, los palestinos han sufrido más–, y todos han errado. Israel y Palestina siguen requiriendo de justicia, porque ambos pueblos tienen derecho a existir, aunque a algunos eso les pueda parecer un oxímoron. E Israel y Palestina siguen siendo un hogar para mi, porque en esa herida tierra fui feliz, en sus calles, colinas y desiertos palpé historia y belleza, y entre sus gentes imperfectas, también encontré bien y luz.

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