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Trauma y fluidez en el subconsciente catalán

España no sería el país más devotamente demócrata, aunque sea a menudo solo de postureo y de boquilla, si no hubiéramos soportado durante décadas el latiguillo de «última dictadura de Europa»

23 enero 2024 14:25 | Actualizado a 23 enero 2024 14:27
Lluís Amiguet
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Las sociedades tienen tanta memoria como las personas y lo que demostraron los freudianos es que, además, tiene subconsciente también como nosotros. Así que sufren traumas y fijaciones que las atormentan y condicionan durante siglos o fluyen alegres como los humanos cuando los años parecen días y los inviernos, primaveras.

El Reino Unido, por ejemplo, no estaría tan Unido ni sería tan monárquico -olvídense de ‘The Crown’- si no fuera por haber sufrido a un dictador terrible, Oliver Cromwell, que hace más de tres siglos decapitó al rey Carlos I y proclamó la república.

Los Estados Unidos tampoco estarían tan unidos sin haber sufrido la guerra de Secesión -Norte contra Sur- que hace hoy que el estado que tontea con la idea de independizarse es tomado por tonto.

Y Alemania, tras haber perdido dos guerras, es lógico que tenga repulsión a las armas y un ejército de pacotilla. Esa inanidad militar nos condena de paso al resto de la UE a ser gigantes económicos, como los alemanes, pero enanos geopolíticos por mucho que ahora posturee Borrell desde Bruselas.

Rusia no se hubiera embarcado ni, sobre todo, seguiría empecinada en invadir Ucrania con la anuencia o al menos la no resistencia de los rusos si no hubiera sufrido el trauma del ridículo hundimiento de la URSS y las miserias que obligaron a Gorbachev a hacer anuncios de McDonalds para sobrevivir y a Putin, de taxista en Berlín.

También Israel sería impensable hoy como lo era entre los judíos de todo el mundo entre los que los sionistas eran minoría si no hubieran sufrido el holocausto que convirtió el sueño de un estado judío en necesidad.

Y China no sería hoy el país con menos drogadictos del mundo si no hubiera perdido otra humillante guerra, la del opio, contra las potencias coloniales que la convirtieron durante un siglo en una mezcla de prostíbulo y fumadero. Tampoco Japón tendría alergia a los uniformes de no haber sufrido el infierno de Hiroshima y Nagasaki y su consecuente conversión en mascota de Washington.

Y España, en fin, no sería el país más devotamente demócrata, aunque sea a menudo solo de postureo y de boquilla y confundamos el poder de los partidos con el de los ciudadanos, si no hubiéramos soportado ya durante décadas el latiguillo de «última dictadura de Europa Occidental» y «milagro democrático de transición pacífica» (Se incluían aplausos para el emérito que estamos convirtiendo sin más en un cuñado plasta a olvidar).

Queda por elucidar, en cuanto a traumas, fijaciones y fluidez del subconsciente de los países, si la pulsión identitaria que ha marcado la agenda de la sociedad catalana desde el 11 de septiembre del 2012 hasta yo diría que el inicio de la pandemia y que ha pasado a la Historia como Procès, se resuelve en resignación discreta de quienes la hicieron suya.

Y en ella la amnistía no sería más que la vaselina de un trágala menos hiriente al publicar las chapuzas de Fernández Díaz y su troupe. También nos falta calibrar cómo esa resignación influye en nuestros reflejos futuros: otra gesta heroica a recordar o un mal paso a olvidar entre sonrisas de complicidad en quienes la disfrutaron o la sufrieron.

Es ese último, pienso al escribirlo, un debate ya incluso caduco; pero el que sí está vivo, porque los catalanes estamos abiertos al mundo, es si prevalece en nosotros el alma de país construido por la inmigración o nos unimos a la de quienes cuentan sus apellidos de origen y olvidan que toda pureza es una mezcla olvidada.

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