Que un presidente del Gobierno –que una persona cualquiera, en realidad– escriba una carta abierta a la ciudadanía en la que reconoce que ya no puede con la presión y que ésta le afecta a él y a su familia de tal forma que se plantea dimitir debería merecer un poco de respeto y una seria reflexión, y no solo por su parte.
Más allá de los aciertos o de los errores que haya podido cometer en su gestión –no pretendo entrar en este artículo en cuestiones políticas, solo humanas–, deberíamos entender que detrás del cargo está una persona, una familia.
A estas alturas nadie puede negar que la política en este país se ha olvidado de la dialéctica y de la necesaria confrontación de opiniones y proyectos para adentrarse en una disputa tabernaria con exceso de hiperventilación donde el insulto está a la orden del día y donde pareciera que todo vale.
En este sentido, me ha provocado mucha pena la total falta de empatía mostrada por algunos representantes políticos, que han perdido una gran oportunidad de demostrar que, aunque sea muy en el fondo, tienen algo de humanos.
Ilustrativas han sido esas palabras del líder de Voz en Catalunya que ha pedido a Sánchez «que dimita y luego reflexione»; sí, quizás es eso, hablar antes de pensar, lo que nos tiene sumidos en tan enlodada situación. No me gustaría que el presidente –ni cualquier persona en su situación– dimitiera.
Y no me gustaría porque, como decía, más allá de sus aciertos y de sus errores –que no juzgaré aquí–, hacerlo sería conceder una victoria a esos que han hecho de la presión, del insulto y de la crispación una forma de entender la política.
No deben ser ellos quienes pongan y quiten gobiernos, sino la ciudadanía en las urnas. Ojalá algún día lo entiendan.
